viernes, 11 de mayo de 2012

Reflexiones sobre el futuro de la humanidad


“Dentro de miles de millones de milenios después de la explosión, una salamandra triunfal […], será quizás coronada como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende […] que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy. […] propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria capaz e sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga saber […] quienes fueron los culpables de nuestro desastre y cuan sordos se hicieron ante nuestros clamores […] y con que inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo”.               -Gabriel García Márquez.
            Las ruinas de las sociedades pasadas son los huesos carnosos que nos enseñan, de la manera más tétrica, los precios del progreso mal administrado; desde los cazadores recolectores de antaño que perfeccionan sus métodos de caza hasta acabar con sus presas, creando así las condiciones para el desesperado origen de la agricultura que trajo consigo sociedades más complejas y jerarquizadas que dieron origen a las primeras civilizaciones; nos describen la caída de sociedades pequeñas (como aquella de los habitantes de la isla de pascua) hasta el estrepitoso declive de algunas de las civilizaciones más desarrolladas que han habido en el planeta, como la Romana o la Maya. Tal es el drama que se desarrolla en las líneas de la obra de Ronald Wright Breve Historia del Progreso. 

            Cabe hacerse al respecto las siguientes preguntas: ¿Toda civilización está condenada al fracaso? ¿La nuestra tiene oportunidad de triunfar donde otras no lo hicieron? ¿O debemos resignarnos, como sugiere García Márquez, a aventar una botella cósmica a las silenciosas aguas del tiempo y el espacio con la esperanza ingenua de que nuestras advertencias, que no sirvieron para salvarnos a nosotros mismos, harán entrar en razón a alguna otra civilización que la encuentre?

            La historia nos puede enseñar valiosas lecciones. Nos confiesa, si es interrogada adecuadamente, cual es nuestro origen, porque tendemos a pensar de la forma en que lo hacemos y la razón por la cual nuestra sociedad se organiza de la manera en que lo hace. Pero lo hermoso de la mente humana es que al conocerse a sí misma también recibe las herramientas para cambiarse. Tal vez es ese el mayor de los favores que puede hacernos la historia: Cuando escuchamos sus confesiones con oídos honestos, sus relatos tiene el potencial de cambiarnos a nosotros mismos.

            Aprender de la historia desde el punto de vista expresado subliminálmente en el párrafo anterior es mucho más que “evitar repetir los errores de pasado” como antiguamente se pensaba. El problema de aquella antigua manera de pensar sobre el conocimiento histórico radicaba en que entendía a este tipo de conocimiento como un conjunto de datos recopilados con la finalidad de curar los males de la sociedad, sin entender como debían aplicarse.  Como si fuese la base de datos de un antivirus de computadora, que tiene el potencial de purgar a nuestro aparato de los males que lo agobian. Pero, la información, por si sola no es capaz de hacer nada. La base de datos solo funciona cuando tenemos descargado un antivirus que le saque provecho. Una historia científica, que desprecia a las autoridades, no puede enseñar dogmáticamente datos. El conocimiento histórico, como ahora lo comprendemos, como interpretaciones de ideas y pensamientos, nos hace entender porque nuestros antepasados actuaron de la manera en que lo hicieron, que pensaron que hacían y que pensaban que iban a obtener a partir de ese actuar. Y una vez que comprendemos a nuestros antepasados somos capaces de decidir mejor que es lo que nosotros deseamos para el aquí y el ahora. En pocas palabras, la historia no nos enseña a no repetir los mismos errores del pasado, sino que nos permite evaluar las circunstancias actuales, sus orígenes y sus semejanzas con otras pasadas; nos enseña sobre las probables consecuencias de nuestro actuar y nos brinda la posibilidad de elegir si queremos, o no, afrontar dichas consecuencias.

            Por supuesto que esta es solo una manera de concebir la historia. Otras personas en el pasado – e incluso en el presente – han visto a la historia a través de cristales de distintos matices. Tucídides, por ejemplo, pensaba que lo importante de la historia no eran los hechos concretos, sino encontrar la esencia de la circunstancia, es decir su componente de carácter universal. Bajo este concepto de historia él no se preocupó por haber alterado los diálogos y algunos hechos de los acontecimientos que investigaba. Para Fietche la historia era una lucha constante entre opuestos que necesariamente desembocaba en la producción de una nueva circunstancia, que a su vez generaba un nuevo opuesto para continuar el ciclo. Marx, por su parte, pensaba que el desarrollo de la civilización seguía un orden, de alguna manera predeterminado, hacia la sociedad socialista. El alemán Spence, concebía a las sociedades como organismos vivos aislados e independientes que evolucionaban de manera progresiva (pues en el siglo XIX, en el que él vivió, esta era la manera en que se entendía la evolución natural). Sin embargo, todas aquellas teorías, no obstante ser cautivadoras, hermosas y frutos de grandes ingenios, han resultado ser erróneas. Principalmente por el hecho de que fallan en explicar porque distintas sociedades se desarrollan de maneras diferentes; pero además, porque en aquellas teorías deterministas de la historia el libre albedrío humano queda eliminado por completo de la ecuación. Todo lo que queda de él se recarga en su totalidad en el lado del historiador, quien lo usa para crear modelos que intentan explicar los procesos históricos.

            Los humanos y nuestras sociedades somos el producto de nuestro actuar acumulado. Como humanos, experimentamos, sentimientos hambre, nos reproducimos y hacemos muchas cosas más que la naturaleza nos impone, tal como cualquier otro ser vivo. Además, nos comunicamos, nos agrupamos y nos jerarquizamos, en mayor o menor medida, como cualquier otro animal social. Por eso, tanto nuestro actuar como la historia, que es su producto, están sujetos a la coercividad de los procesos naturales. Pero, al menos nuestra historia no se queda aquí, porque, como hemos descubierto, también somos seres libres. Nuestra libertad tal vez sea producto de nuestra autoconciencia histórica o bien puede tener otros orígenes que desconozco, pero cualquiera que haya tenido la dicha de elegir entre dos o más opciones, entre dos o más posibles comportamientos, la ha experimentado. Nuestro desarrollo histórico vive de este balance entre libertad y naturaleza que nos compone.

Esto nos lleva necesariamente a concluir que la libertad juega un papel significativo en el desarrollo de la historia humana. Porque al ser la libertad un componente de nuestras actividades, la historia no puede librarse de su yugo. También podemos encontrar rastros de libertad en el conocimiento histórico cuando analizamos al historiador, que elige su problema de investigación y los lugares en donde buscará las pruebas históricas, así como cuando selecciona de estas aquellas que le parecen responden a la pregunta que se hizo al comenzar su investigación. El hecho de que al menos una parte de nuestro ser sea intrínsecamente libre es lo que nos da la capacidad de hacer cosas novedosas y la razón por la cual no se han encontrado leyes históricas ajenas a cualquier proceso histórico. Y es precisamente en esta libertad que poseemos sobre nuestro actuar donde yacen ocultas nuestras oportunidades para superar la actual crisis global.

            Sin embargo, tanto optimismo en nuestras capacidades para decidir nuestro futuro puede ser peligroso, no somos ni tan inteligentes ni tan poderosos como nos creemos. Tal vez es cierto lo que dicen algunos y no haya formula para solucionar la actual crisis de nuestra civilización, tal vez pronto acabaremos con nuestro medio ambiente y con nosotros mismos. En ese caso probablemente deberíamos seguir los consejos de García Márquez y fabricar un arca de la memoria; o, en una de esas, lo mejor sea pasar nuestros últimos años parrandeando o flagelándonos día y noche hasta que llegue el fin. Pero dudo mucho que aquellas sean las mejores opciones. Me parece que es mejor morir sabiendo que se intentó hacer algo para evitar la muerte, que con la incertidumbre de que se pudo haber actuado de alguna forma para prevenirla. Aun cuando pensemos que no tenemos posibilidades de salvarnos a nosotros mismos, no es esta razón para abrazar el quietismo, porque nuestra experiencia, tanto histórica como vivencial, nos ha demostrado que siempre podemos estar equivocados. En el peór de los casos, siempre se tendrá la opción de “actuar sin esperanzas” como decía Jean Paul Sartre. Al menos así se muere con la conciencia tranquila.

            Les contaré ahora la trama de uno de los mejores capítulos de televisión que he visto, porque esta estrechamente relacionada con el tema en cuestión. Se trata de un episodio de la serie Futurama titulado El Difunto Philip J. Fry. En este capítulo el profesor Hubert crea una máquina del tiempo que solo es capaz de viajar hacia el futuro (es importante señalar que la serie se sitúa ubicada temporalmente en el año 3000 después de nuestra era). Ante la duda de los viajeros de como le harán para regresar a su época tras visitar el futuro, el profesor responde que viajarán hacia adelante en el tiempo hasta que se haya inventado una máquina capaz de regresarlos. Con esta idea en mente, se aventuran en su viaje temporal. Cuando llegan al año 4000 descubren, melancólicos, que la civilización se había aniquilado a si misma hace ya muchos siglos. Ante las ruinas de la estatua de la libertad Fry llora a la humanidad. Junto a ella, yacen las ruinas de estatuas de una civilización de simios, una de aves y una de gusanos. Todas ellas nos habían sucedido y, como nosotros, habían perecido ante la enfermedad de su propia existencia.

            No obstante esta tragedia, el capítulo aún no termina. Nuestros viajeros se aventuran nuevamente al futuro para encontrar que los sobrevivientes de la humanidad ahora vivían en una especie de nueva edad media. Esperanzados, continúan su paseo por el futuro en busca de un medio de transporte hacia él pasado. Después de visitar numerosas edades medias, utopías, deutopías, sociedades completamente femeninas y otras esclavizadas por robots, nuestros compañeros llegan al año mil millones. Para este momento, el sol, hinchado en el comienzo de la etapa final de su vida, ya había secado los mares de la tierra y todos los seres vivos de ella habían perecido. Los seres humanos, condenados por nuestra propia ignorancia, nuestro egoísmo y nuestra arrogancia, habíamos desaparecido hacía ya mucho tiempo sin inventar jamás la máquina para regresar en el tiempo.

            La lección que encuentro es clara: No dejes nunca el presente en busca del progreso, porque el progreso no llueve de los cielos, sino que lo hacemos nosotros mismos. Y en el momento en que nos olvidamos de los sacrificios y las arduas labores que hemos realizado para conseguirlo e ignoramos las responsabilidades que este acarrea; en el instante en que nos olvidamos del esfuerzo que es necesario para mantener nuestros nuevos logros, en ese mismo momento soltamos el volante de nuestra nave intergaláctica que, fuera de control, se dirige a un agujero negro. O tal vez, cómodos como estamos en la cabina de la nave, decidimos acelerar a fondo, sobrecargando los motores nucleares y muriendo todos en una colorida explosión de radiación y partículas energéticas.

            Ahora bien, como me temo que pueda estar empezando a dar vueltas alrededor de los mismos pensamientos, empezaré la conclusión de este ensayo.

            Si hay esperanzas para esta civilización es algo que desconozco por completo, porque sobrepasa mis capacidades cognoscitivas. Tal vez hace tiempo que soltamos el timón de esta nave y rebasamos el horizonte de eventos del agujero negro. Puede ser que la incompetencia de nuestros gobernantes, su ignorancia y su avaricia nunca desaparecerán. Es posible que tampoco cambien las conciencias de las más de siete mil millones de personas que habitamos este mundo y cuya colaboración es necesaria para salvar a esta civilización y a nosotras mismas. Probablemente, la sociedad civil nunca se organice y tome en sus manos las riendas del cambio, excepto cuando ya sea demasiado tarde y nuestra unión solo sirva para hacer revueltas y destruir más rápidamente lo poco que quede de nuestra civilización y de nosotros mismos. Pero hay cosas que podemos hacer, como decía Voltaire  “il faut cultiver notre jardin” (“hay que cultivar nuestra parcela”). Lo que Voltaire probablemente haya querido expresar es que cada quien tiene que hacerse responsable de lo que le toca, de lo que está dentro de sus posibilidades.

            Nuestra obligación como historiadores, como investigadores en general, como los privilegiados portadores y productores del conocimiento que nuestra sociedad ha acumulado sobre sí misma y sobre la naturaleza a costa de duras y costosas inquisiciones, es divulgar este conocimiento, ponerlo a disposición de los que lo soliciten y hacerle saber a la sociedad que el conocimiento existe y que está a su disposición. Este esfuerzo debe de ser realizado con la esperanza de que la ignorancia y el desconocimiento de nosotros mismos no sea los culpables de llevarnos a la perdición. Esta labor que nos corresponde realizar la expresó muy bien García Márquez cuando dijo que “la idea de que la ciencia solo concierne a los científicos es tan anticientífica como pretender que la poesía solo concierne a los poetas”. La importancia de esta labor es inmensa, como Carl Sagan nos explica: “Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales […] dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada, pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara”.
  
Pero enseñar las ciencias no consiste solamente en explicar sus conocimientos, porque de esta manera solo se alimenta la credulidad y el dogmatismo, que son, a todas luces, contrarios a ella. “Si nos limitamos a mostrar los descubrimientos y productos de la ciencia […] sin comunicar su método crítico, ¿cómo puede distinguir el ciudadano promedio entre ciencia y pseudociencia? Ambas se presentan como afirmaciones sin fundamento. […] El método, aunque sea indigesto y espeso, es mucho más importante que los descubrimientos de la ciencia”.

            Sé que estoy sonando demasiado optimista, pero este efecto se debe más a las palabras escritas que a mi pensamiento. Al realizar esta labor no hay que cometer la que Massimo Pigliucci llama “falacia racionalista”, la cual consiste en creer que solo por explicarles a las personas algo de manera clara ellas te escucharán y te creerán. La triste verdad es que lo más probable es que la enorme mayoría de las personas no nos presten atención a los divulgadores aun cuando les hablemos de la mejor manera posible. Pero este hecho no es rezón suficiente para abstenernos de realizar nuestra obligación social. En palabras de Sartre: “No es necesario tener esperanzas para obrar […]No sé nada; solo sé que haré todo lo que esté en mi poder […] fuera de esto, no puedo contar con nada”. En pocas palabras, no importa si mis acciones para salvar el mundo pasen completamente desapercibidas, lo importante es que hice lo que me correspondía hacer. Que el resto de las personas se arregle con su conciencia como quiera. Esta resolución puede sonar un poco deprimente y desesperanzadora, pero es la mejor alternativa que he podido encontrar.

            Al final de su libro Wright concluye que “La gran ventaja que tenemos, y nuestra posibilidad de evitar el destino de las sociedades del pasado, es que nosotros sabemos lo que ocurrió con ellas. Podemos ver como y por qué acabaron mal. El homo sapiens dispone de información para saber lo que él mismo es: un cazador de la era glaciar, evolucionado a medias hacia la inteligencia, astuto pero raramente sabio”. Y coincido enteramente con él. Pero de nada sirve que una pequeña cúpula de presuntos intelectuales sepa esto si la mayor parte del pueblo lo ignora por completo. Los hombres de ciencia y filosofía han faltado antes a su cita con su sociedad. Y aunque es posible que esta vez nadie este dispuesto a prestarnos atención. ¿Qué otra opción tenemos? Negarlo todo o llorar y cruzarnos de brazos, sentarnos a mirar como desaparece nuestra civilización.

Claro, en el esfuerzo por evitar la muerte, no hay que olvidarnos de vivir. Debemos hallar el balance entre sacrificio y disfrute. Definitivamente no hay que prestar tanta atención a la diversión que en el proceso aplastemos a las personas que nos rodean y desgastemos nuestro cuerpo prematuramente, pero tampoco es aconsejable morir sin haber vivido. Es como el pensamiento crítico, tal cual lo explica Sagan, ni tan cerrado a nuevas ideas como para no cambiar nunca de opinión, ni tan abierto como para que se desparrame del cráneo el cerebro. Encontrar el punto de equilibrio exacto entre disfrute y sacrificio no es algo que se pueda hallar en un “manual del buen cosmopolita”, sino algo que cada quien tiene que descubrir por si mismo. Actividad en la cual el verbo descubrir connota una cierta dosis de invención. Tal como en la ciencia y la historia misma. 



Lecturas que recomiendo. 

-García, Gabriel, Yo no vengo a decir un discurso, Literatura Mondadori, Barcelona, 2010.
-Sagan, Carl, El Mundo y sus Demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad, Planeta, México, 2007.
-Sartre, Jean Paul, El Existencialismo es un Humanismo, EMU, México, 2008.
-Wright, Ronald, Breve Historia del Progreso ¿Hemos aprendido al fin las lecciones del pasado?, Tendencias, Barcelona, 2006.