domingo, 18 de octubre de 2015

La lucha estelar entre ciencia y filosofía


Hace más de medio siglo Charles Percy Snow observó que la vida intelectual de occidente se había dividido en dos culturas distintas, las ciencias y las humanidades. En la introducción de su libro Las dos culturas Snow relataba cómo en sus reuniones con intelectuales del gremio de las humanidades era frecuente que éstos se burlasen de cuan común era que los científicos nunca hubiesen leído obra alguna de Shakespeare. Un día, harto de aquella actitud, se le ocurrió preguntar a sus compañeros de mesa cuántos de ellos podrían explicarle en qué consistía la Segunda ley de la termodinámica. Ninguno le respondió, pese a que la Segunda ley de la termodinámica es el equivalente científico a Shakespeare. 

Esta “falla” en el mundo intelectual, para usar una analogía con la geología, parece estar hoy tan vigente como cuando Snow escribió su libro hace 56 años, o tal vez más vigente que nunca. De vez en cuando produce terremotos y sismos que preocupan y ocupan a los habitantes de ambos lados de la brecha. Como aquella vez en que los físicos Stephen Hawking y Leonard Mlodinow exclamaron que la filosofía había muerto o aquella otra en la que el filósofo Bruno Latour preguntaba para qué sirven los laboratorios y por qué la gente pagaba por mantener lugares que no sirven para nada en especial. 

            Peor aún, cada terremoto, lejos de ayudar a salvar la brecha, parece alejar cada vez más y más a las dos placas. Por un lado, los miembros más extremistas del bando científico, mejor conocidos por su alias de cientificistas, sostienen que todo lo que la filosofía o la poesía tiene que decir sobre el mundo es superfluo y vacío, y creen que inevitablemente cuestiones morales (como la distinción entre lo bueno y lo malo) y estéticas (cómo la diferencia entre lo bello y lo feo) pueden o podrán ser salvadas algún día utilizando los métodos de la ciencia. Además, sostienen arrogantemente que si un tema no puede ser contestado por medio de los métodos de investigación científicos, entonces toda discusión que de allí emane será sólo una pérdida de tiempo. Es cierto que la ciencia ha demostrado ser un medio muy poderoso para explorar el mundo, pero su éxito no debe hacernos pensar que es un método perfecto. A fin de cuentas, los conocimientos científicos son potencialmente provisionales, los mejores que se tiene sobre ciertos temas hasta el momento.

Por otro lado, los humanistas más extremos, usualmente referidos cómo posmodernos, sostienen que todas las ideas sobre el mundo tienen igual validez epistémica. De tal modo que cuestiones tales como si existe o no el calentamiento global; o sí las vacunas ayudan o no a combatir la enfermedad; o sí el sol es una enorme bola de plasma ardiendo o un espíritu brillante y amigable; son en última instancia igual de relativas y culturalmente determinadas cómo las ideas sobre lo bello y lo feo. Para ellos, los científicos no son más que meros charlatanes y hechiceros que han sustituido sus escobas por las batas de laboratorio.

Los posmodernos suelen ser intelectuales de izquierda que luchan por las causas de la igualdad de género, o la descolonización del mundo indígena, o el combate a la discriminación por homosexualidad; y en ese sentido comparto sus ideales políticos. Su actitud radical hacia la ciencia se debe a que han notado que en ocasiones el discurso político se disfraza, por decirlo de alguna manera, como científico para así justificar atrocidades. Cómo por ejemplo, el holocausto Nazi que se justificó en base al darwinismo social, aunque también la dictadura de Stalin se disfrazó con los mantos de un supuesto socialismo científico. Ciertamente esto ha sucedido, pero los posmodernos no parecen darse cuenta que una cosa es que un político o una empresa presenten un producto como científico y otra muy distinta es que sea científico. No obstante, basándose en esta observación, y por medio de un lenguaje poco claro y preciso, han llegado a las conclusiones extremas expuestas arriba. En ese sentido soy crítico de los posmodernos [hago esta aclaración porque he notado que muchos de ellos suelen confundir a todos sus críticos con gente conservadora]. 

Por eso es grato de vez en cuando toparse con discusiones racionales y sensatas entre personajes del mundo de las humanidades y de las ciencias, que demuestran que aún es posible y muy necesario construir puentes que ayuden a aliviar la distancia geográfica producida por la falla que rompe el paisaje del valle intelectual. Como una que acabo de leer entre el filósofo Julian Baggini y el físico Lawrence Krauss [1] que me provocó algunas gratas reflexiones. 

Me parece indudable que la ciencia es una herramienta muy útil para desarrollar explicaciones sobre nuestro mundo, desde el surgimiento de su método en el siglo XVII lo que sabemos sobre el universo, la vida y el ser humano ha aumentado exponencialmente y cambiado radicalmente nuestra percepción del mundo y de nuestro papel en él. Pero el éxito de la ciencia la enfrenta a cuestiones que no podrá responder en el plano meramente empírico. Tales como ¿hasta qué punto esas explicaciones crean modelos que corresponden a la realidad? ¿se puede conocer el mundo tal cual es verdaderamente? Y a todo esto ¿qué es la verdad? Para responder a esas preguntas será mejor que tanto la ciencia como la filosofía se ayuden mutuamente.                     

            Además, ¿qué puede decir la ciencia sobre las cosas que no tienen un sentido intrínseco sino meramente extrínseco, es decir, sobre aquellas cosas a las que los seres racionales damos un significado? ¿cuál es el sentido de la vida? La ciencia sólo puede afirmar que el sentido muy probablemente no es algo que pertenece a la vida. ¿el bien y el mal? De nuevo, la ciencia nos dice que no son atributos intrínsecos del mundo ¿tiene algún valor la búsqueda de la verdad como para que las sociedades escojan a la ciencia por sobre la magia o la religión? De nuevo, la ciencia simplemente nos dice que no hay nada en el mundo que hable sobre esto. 

Las respuestas que nos da la ciencia a estas preguntas son interesantes, pero poco satisfactorias. Las estrellas no son ni bellas ni feas, pero aun así yo siento bonito cuando las veo ¿cómo explico esto? Ciertamente como consecuencia de reacciones químicas y físicas en mi cerebro y en mis ojos, pero aun así ¿qué significa pensar que las estrellas son bonitas? Existen en el mundo religiones que nos ofrecen una lista de respuestas prefiguradas a cada pregunta que se nos ocurra, ese es la acepción original de catecismo, pero a los que amamos la razón y la investigación estas respuestas no nos satisfacen tampoco. 

Es allí donde nos acercamos a la filosofía. Ella nos brinda herramientas racionales, fundamentadas principalmente en la lógica y en el uso claro del lenguaje para buscar respuestas razonables a estas preguntas que nos inquietan. Por supuesto, sus respuestas, cómo las de la ciencia, no son definitivas aunque de un modo distinto. Tal vez hayamos descubierto que lo bonito no es un atributo de las estrellas, pero eso no significa que el sentimiento de lo bonito no forme parte del universo. Después de todo, yo veo cosas que me gustan más que otras y también formo parte del universo ¿no? Entonces puedo indagar sobre las propiedades que a mí me causan estupor y que a otros asco. Incluso puedo sistematizarlas y organizarlas de alguna manera, y discutirlas con otras personas que compartan o rechacen mi gusto por las estrellas.  Lo que es también muy importante, puedo leer y escribir poemas sobre ellas, o escuchar música mientras las veo ¡Y así enriquecer mi experiencia como astrónomo amateur! El mismo Shakespeare escribió un pasaje sobre las estrellas que en alguno de sus sentidos puede enriquecer esta entrada, 

¡Los hombres son algunas veces dueños de sus destinos! ¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos!

En fin. La ciencia y las matemáticas, como la filosofía y la literatura son herramientas muy útiles para enriquecer nuestra experiencia del mundo. Se complementan y se impulsan mutuamente. Además, tienen el valor agregado de ser apasionantes.

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[1] http://www.theguardian.com/science/2012/sep/09/science-philosophy-debate-julian-baggini-lawrence-krauss