domingo, 28 de agosto de 2011

El que trata sobre las hermosas vacas y el espejismo de pensar

¡Amo a las vacas! No sé a qué se deba. Tal vez sean sus colores y sus pelajes, o el hecho de que un animal tan grande sea tan dócil y tímido como el más dócil y tímido de los conejos. Tal vez sea que me siento identificado con ellas cuando huyen ante el avistamiento de una persona o animal desconocido, y cuando regresan curiosas a investigar una vez que se han percatado de que no representa un peligro. Puede ser que mi admiración hacia ellas se deba a la nostalgia que me produce la empatía cuando veo a un becerro encerrado en su corral esperando a que alguien le preste compañía. Probablemente sea porque me recuerdan tanto a mí, a nosotros. ¡Son tan humanas! O tal vez solo sea que me encanta la leche.

      Cualquiera que sea la razón, es un hecho que me encantan las vacas. Casi tan hecho como que una manzana sabe a manzana. Por eso no es de extrañar que cuando leí la palabra cow -vaca en inglés- en el título de un artículo, de la edición especial de la revista Discover sobre Evolución, lo haya devorado. (No literalmente, el papel sabe a papel, y detesto su sabor).

     El artículo plantea que estudiando los restos fósiles de nuestros antiguos antepasados humanos se ha descubierto que aparentemente los cazadores-recolectores tenían una esperanza de vida mayor en comparación con la de los primeros cultivadores. Aquellos que vivían de lo que cultivaban comenzaron a padecer más enfermedades digestivas y relacionadas con la dieta. Además, la sedentarización de la vida implicó un cambio drástico en la manera en que las sociedades se organizaban, sembrar es una tarea lenta y pesada que casi nadie quería (ni quiere) realizar.

     Basado en estas observaciones Lewis Binford propuso hace ya mucho tiempo (1970) que los seres humanos empezamos nuestra travesía en el cultivo no después de haber tenido un chispazo de inspiración divina, si no como consecuencia de la desesperación. Sembrar fue -según Binford- nuestra única opción viable en una época en que la comida que podíamos obtener mediante la recolección y la cacería escaseó. Las primeras plantas cultivables que sembramos tardaban mucho en crecer -si es que no morían-, sus frutos eran pequeños y escasos, y para colmo, nos caían pesados al estómago. En aquellas épocas, cuando se empezaron a amarrar los fuertes nudos que unen a los cultivadores con sus plantas, no solo nosotros cambiamos a las plantas (seleccionando aquellas que daban mejores frutos y crecían más rápido) si no que las plantas nos cambiaron a nosotros (seleccionando a aquellos que podían digerirlas mejor).

     Binford fue mal visto por sus colegas antropólogos, después de todo su hipótesis va en contra de la idea comúnmente aceptada del hombre sabio e iluminado conquistador de la naturaleza y creativo descubridor de nuevos horizontes. Pero nuevos estudios sobre el genoma humano* parecen haber encontrado pruebas que respaldan su punto de vista. Y es aquí cuando las vacas entran en juego.

     Los antepasados de las vacas, los uros, eran animales parecidos a ellas, pero sus dimensiones eran mayores. Los uros, al igual que las vacas modernas, tenían la capacidad de digerir la celulosa del pasto, cosa que cualquiera que haya comido una rica ensalada cesar de pasto sabe que los humanos no podemos hacer.

     En momentos de hambruna y de escasees nuestros antepasados se debieron de haber visto atraídos a probar un poco del abundante pasto que crecía en las praderas del norte de África. Por otro lado, los uros necesitaban pasto para subsistir, así que las selvas, los bosques y los desiertos eran fronteras naturales que impedían su expansión al rededor del globo.

     Probablemente se trataba de uno de los últimos días de otoño, cuando nuestros antepasados y los antepasados de las vacas contemplaban la frontera que divide el pastizal y el bosque, iluminada por los cálidos rayos del sol vespertino. Ese día se les cruzo a ambos por la mente una idea que cambiaría la forma en que sus descendientes habitarían el planeta. Ese día pactaron su mutua codependencia.

     Claro, probablemente el momento no fue tan emotivo. Los humanos antiguos se encontraban moribundos y desesperados por encontrar nuevas fuentes de alimento, y los uros veían imposibilitados sus malévolos planes para conquistar todos los rincones del planeta. De esta forma domesticamos a los uros, seleccionando a aquellos que producían más leche, que vivían cómodos en cautiverio y que eran más amigables. Pero la historia no termina ahí, existía todavía un problema: los seres humanos carecíamos de la habilidad para digerir la leche durante la adultez. Y es en este punto que las investigaciones recientes han realizado sus nuevos descubrimientos.

     Resulta que la mutación del gen europeo necesario para que los seres humanos podamos digerir la lactosa de la leche aconteció hace aproximadamente 10,000 años, nuestra estrecha relación con los uros se remonta a hace unos 9,000. También es importante señalar que es muy raro que las mutaciones de los genes se expandan rápidamente en las poblaciones, a menos que proporcionen una clara ventaja a sus portadores sobre aquellos que no los poseen. Y eso es exactamente lo que sucedió en aquella ocasión. El dichoso gen se propago a través de las poblaciones humanas que vivían con uros a velocidades extraordinarias, de tal forma que hoy en día la tasa de tolerantes a la lactosa en países que tradicionalmente han consumido leche, como en el caso de suiza en donde el 99% de la población porta este gen, es enorme. Por otro lado, en lugares como Tailandia, en donde el consumo de leche ha sido recientemente introducido, solo el 2% de la población lo posee.

    De esta forma queda claro que la relación entre humanos y vacas no es unilateral, con solo un lado alterando al otro. Las vacas han seleccionaron a aquellos humanos que eran más capaces de digerir el alimento que ellas producían, ellas también nos domesticaron.  

     Una vez más nuestra estrecha relación con la naturaleza queda remarcada, nosotros mismos somos parte de la naturaleza. Es decir ¡Somos tan naturales como una roca! Los humanos sufrimos de una grave tendencia hacia nuestra divinización, que yo llamo el espejismo de pensar. Queremos sentirnos superiores a los demás animales y cosas que nos rodean. Lo que hemos descubierto es que somos una más de las tantísimas cosas que hay en el universo. Nos jactamos de tener conciencia de nosotros mismos y de poder pensar. Pero ¿En serio el hecho de pensar nos hace superiores? Pensar es nuestra característica como la del águila volar, la del gato trepar y la del conejo decir “que hay de nuevo viejo”. Y desde luego, el águila no es el único animal que vuela, ni el gato el que trepa y ni el humano el que piensa. Pues muy seguramente las ballenas, los delfines, los monos y hasta las mismas vacas piensen. Solo que nos cuesta trabajo comunicarnos con ellos y nunca hemos querido aceptar nuestra humildad ni nos hemos tomado el tiempo para entablar con ellos profundas conversaciones.

      Alguna vez alguien me dijo que el peligro del estudiar el genoma humano es que en el proceso perderemos las cosas que nos identificaban como humanos. Desde mi punto de vista, lo único que perdemos son los egoístas errores sobre las cuales hemos definido el término humano.
(Imagen de una vaca curiosa ¡Es tan linda y tan parecida a mi!)

Termino con una frase del grupo de música español Mägo de Oz:
“Cuando los hombres escupen al suelo, se escupen a si mismos”.


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* Investigación realizada por un profesor de la Universidad de Carolina del Norte llamado Rob Dunn y cuyos resultados se encuentran plasmados en un libro titulado “The wild life of our bodies: Predators, Parasites and Parters that Shape Who We Are Today” (Mi traducción tentativa del título es: La vida salvaje en nuestros cuerpos: Depredadores, Parásitos y Flora que Moldió lo que Somos Ahora”).