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domingo, 19 de mayo de 2013

Una acotación al asunto de la libertad



¡Oh, la libertad! Ese asunto tan discutido y quizá tan poco entendido.  He notado que vivimos en un mundo donde muchas personas sufren su día a día por no sentirse independientes y libres. ¿Independientes de qué? De las circunstancias, de los otros por supuesto. Bien, creo que su problema radica en que tienen un concepto equivocado de la libertad. La libertad individual encuentra sus límites allí donde se topa con las restricciones del mundo físico y las impuestas por otros.

            Todas las cosas humanas suceden en algún contexto histórico específico, y todas tenemos que aprender a adaptarnos a las mareas del tiempo si deseamos sobrevivirlo. Pero esta adaptación, además de ser necesaria, es condicionada; porque las opciones para adaptarse con éxito no son infinitas. A causas similares corresponden efectos similares, y un orden social no presenta posibilidades estructurales ilimitadas.

           En este mundo, tu libertad, la mía, la libertad del individuo en geneal es de esta cualidad limitada. El mundo no se amolda a nuestra voluntad. Así, la persona más libre, y sé que esto es paradójico, es aquella que entiende mejor los límites que la estructura impone sobre ella y actúa conforme a estos. Una persona no puede construir nada sin fundamentar sus acciones, consciente o inconscientemente, en el ir y venir de la geografía, de las civilizaciones, de la sociedad, de la economía, de la política y de los otros individuos.

          Los que no entienden cuáles son los límites que se postran sobre su persona están condenados al fracaso. Ni siquiera los reyes aguantan el gigantesco peso de las circunstancias; por eso Carlos V se condenó cuando desperdició sus fuerzas físicas y su capital político en la pugna por lograr que Felipe, su hijo, heredara el trono del Sacro Imperio Romano Germánico de Occidente. Resulta imposible ver cómo pudo haber ganado

Circunstancias: 1 - Magnánimos Soberanos: 0
           
           Caso contrario sucedió con Felipe II, el Rey Prudente, quien, conociendo cuales eran los límites de su mismo poder, ante la inseguridad de los caminos europeos, ordenó, en pleno entendimiento de las circunstancias, que toda su correspondencia fuera transportada por las vías terrestres más seguras, sin importar que fuesen las más lentas. Lo ideal hubiese sido maximizar velocidad y seguridad, pero Felipe entendió que esto no era posible, y se vio forzado a optar por una. 
    
           Estos límites no sólo se imponen sobre los individuos, sean campesinos o reyes de la mitad del globo. Incluso los mayores imperios, esos enormes aparatos estatales, sufren su yugo. Ningún estado es omnipotente. Siempre están compuestos de personas y, no importa que tan lejos o cerca aspiren a llegar, si no cuentan con un número suficiente de ellas que estén capacitadas, no podrán realizar sus proyectos; por más que sean posibles para la época. Por eso Venecia no podía, en el siglo XVI, tener una armada del calibre de La Armada Invencible. Aunque contara con los recursos, carecía del material humano. 

            Además, los estados necesitan ganarse el apoyo de las personas de alguna manera. Si no se convence a la población de que es mejor obedecerlas, las leyes siempre pueden ser rotas. Por eso las constantes luchas de los gobiernos contra el hurto, el comercio ilegal, las conspiraciones, etc. Y como si no fuera ya suficiente tener que lidiar con su propia gente, y con las civilizaciones a las que estas pertenecen, los estados están obligados a existir en el mundo con otros estados.

            Sé lo que dicen, somos las personas las que hacemos nuestra historia y por lo tanto el futuro está en nuestras manos. Esto es cierto, pero la ecuación no es tan sencilla. Para usar la metáfora de Sartre, el ser humano crea sus propias cadenas, pero no puede elegir no tenerlas. Idea que resumió en su famosa frase: “Está condenado a ser libre”. En efecto, parece ser que la humanidad tropieza sin cesar con sus múltiples pies. Y que no puede caminar de otro modo.  Toda solución (Y habría que preguntar qué se entiende por solución) trae nuevos problemas, aviva viejos rencores y crea nuevos intereses. El capitalismo abolió la servidumbre y la esclavitud, pero genero nuevas condiciones de explotación; espero que más para bien que para mal. Así, también, el comunismo soviético eliminó el imperio del capital, pero trajo consigo el socavamiento del individuo. Tal vez, al final, todo sea cuestión de elegir entre males distintos, de acuerdo con el lado hacia dónde se incline nuestro corazón.

           No olvidemos que vivimos en un mundo gobernado por leyes naturales y que somos, antes que nada, seres biológicos. Animales que se creen racionales, que constantemente nos negamos a aceptar que no somos del todo dueños de nuestros sentimientos. Es un mundo, además, que compartimos con otras siete mil millones de personas que tienen, en potencia, tanta libertad como nosotros. Es evidente que uno no puede ser muy libre en un mundo así. 
    
             ¿Quiero decir con esto que no somos libres? ¡Claro qué no! Por supuesto, es un asunto muy complicado. Constantemente estamos tomando decisiones, y elegir entre dos o más opciones es reflejo de nuestra libertad en algún sentido. De lo que no somos dueños es de elegir las consecuencias de esas decisiones. Soy libre de subir esta entrada a internet, pero no soy libre de decidir lo que la gente que lo encuentre hará con ella. Ser libre no se trata poder hacer lo que uno quiere, sino saber aprovechar lo que uno tiene. Sonreír con lo que se posee. Saber lo que uno puede hacer, conocer lo mejor posible las consecuencias de cada acto, decidir dentro de las posibilidades y asumir las responsabilidades. 

          Nacemos en un contexto social que ofrece posibilidades limitadas; en un mundo que debemos compartir con otras personas que piensan, sienten y se preocupan por cosas distintas que nosotros; en un universo donde las rocas son como son y no como deseamos que sean. Lo que nos queda es aprender cuales son nuestros límites, a comprender que las demás personas son -en potencia- libres en la misma medida que nosotros, a elegir actuar de forma congruente con nuestras posibilidades, a asumir las responsabilidades, a amar a aquellos con los que compartimos la vida, a disfrutar lo que nos ha tocado vivir y a sorprendernos con las maravillas del universo y los misterios de la existencia. 

martes, 19 de febrero de 2013

La angustia de morir, tres filósofos, dos canciones y un sujeto gracioso.


Existir es… raro. Es decir, ¿cómo podríamos no existir? nuestra vida es lo que se extiende entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Está en gran medida determinada por lo que nos antecedió [las experiencias de nuestros padres, la historia, nuestro pasado biológico, el pasado del universo y por supuesto, si nacieron después de 1883, la primera trilogía de Star Wars]; y sin embargo nuestra existencia  tiene una mínima o ninguna influencia sobre lo que vendrá cuando se haya acabado. Desaparecemos sin dejar huella alguna. Sobre el tema, System of a Down dice en una de sus canciones: “Time feels like a midnight ride, finality waits outside”. ¡No podría expresar mejor este sabor amargo y a la vez dulcezón que deja la vida en la boca! Como el de una mota de polvo aplastada entre dos eternidades.

      Muchos intentamos negar el hecho de que somos efímeros perdiéndonos en sueños de inmortalidad. Pero siempre que pienso en la inmortalidad acaba pareciéndome una idea, digamos, muy poco pragmática. Es claro que no soy el mismo ahora que aquel niño de 10 años que jugaba a ser un gato miembro del comando espacial con sus amigos de la primaria; y definitivamente no seré el mismo cuando tenga 80 años [si es que no dejo de existir antes]. Entonces ¿Qué podría tener yo en común con “migo mismo” dentro de mil años? ¿Y dentro de cien mil? ¿Y dentro de mil millones? Para colmo ¡mil millones de años ni siquiera es mucho tiempo! Es decir, hasta donde sabemos, el universo tiene 13. Si vivo durante un tiempo infinito ¿Seré yo realmente el que los viva? Además ¿Qué lugar ocupa la memoria en todo esto?

      Es evidente que si vivo una infinidad de tiempo necesitaré de una infinidad de tiempo para recordar todo lo que he hecho. Así que casi todo lo olvidaré o simplemente no tendré tiempo de recordarlo ¿Y cuál es la diferencia entre no recordar y olvidar? La desconozco. Cabe agregar que la memoria, entre muchas otras cosas, es aquello que brinda cohesión a nuestras experiencias pasadas y presentes. Sin una memoria que cohesione nuestros pasados y presentes interminables ¿Qué conectará a personas tan distintas que vivieron en tiempos tan apartados [como seremos yo y aquel otro yo del futuro eterno]? ¡No lo se! Por esas razones, dudo mucho que tenga sentido depositar nuestras esperanzas de no morir en los anhelos de una vida eterna.

      Algunos se consuelan diciendo que sobrevivirán “en los corazones de sus seres queridos” o que “serán recordados por la historia”. Pero si reflexionamos un rato, estos consuelos solo son formas de autoengaño: después de unas cuatro o cinco generaciones, tendremos suerte si nuestros descendientes son capaces de correlacionar nuestro nombre con la rama 256 del árbol familiar; con respecto al otro punto, haciendo a un lado lo complicado que es definir a la historia y lo que ésta recuerda, es evidente que hasta las más prominentes personas serán olvidadas algún día ¿Quién hablará de Platón dentro de un millón de años? ¿Quién recordará a Einstein en cien mil millones? Una historia humana de un millón de años es demasiado como para que mi cabeza pueda siquiera imaginarla. Además, en última instancia, también la humanidad dejará de existir algún día.

      En efecto, llegará un día en el nunca más volverá a haber una pareja de humanos enamorados, nunca más una guerra entre personas, ni más actos de caridad humanos; un día en el que dejarán de haber jóvenes curiosas y ancianos sabios, políticos corruptos y muchedumbres enardecidas. Llegará el día en que caiga el último monumento humano, en el que no quede en todo el universo prueba que rinda cuenta de que alguna vez existió aquí una humanidad.

      La idea de que dejaremos de existir algún día (y de que este es cercano) nos angustia. Tratamos de negarla, pero no logramos ignorarla. Ya muchos filósofos se han dado cuenta de lo infructuoso que es luchar contra la realidad, contra el hecho de que moriremos. Cómo buenos sabios, o locos (frecuentemente unos se confunden con los otros), han descubierto que suele ser mejor aceptar que se vive en un laberinto y empezar a hacer planos de éste, que intentar derribar sus robustas paredes. Por eso Kierkegaard grito a los cuatro vientos que “la angustia es la solución”, y algunos otros como Heidegger y Sartre señalaron que solo podemos vivir plenamente si aceptamos que, eventualmente, moriremos. Y es que hay muchas, muchísimas cosas en la vida [casi todas, de hecho] que no dependen en lo absoluto de nuestros anhelos y gustos, el que moriremos algún día es un muy claro ejemplo. Solo para aclarar, ninguno de los tres filósofos mencionados se equivocó al predecir que terminaría siendo alimento de gusanos.  


      Yo suelo decir que la única manera de aceptarse a uno mismo es repetirse (y creerse) las palabras “moriré y me olvidarán” [cabría preguntarse qué significa "ser olvidado" cuando no queda nadie que pueda recordarnos… ¡Oh bueno! No nos distraigamos]. Alguien en Sum41 entendió perfectamente esta idea cuando escribió "No much longer I'll be death so just foget me!" ¡Solo alguien que ha aceptado su propia efimeridad puede hacer una súplica de tal gravedad!


      ¿Dónde cabe la vida en medio de tanta muerte? ¡Oh, rayos! ¿Por qué insistimos en hacer preguntas tan complicadas? Evidentemente sin el concepto de vida el de muerte no tiene mucho sentido y viceversa, pero ¿Qué es la vida exactamente? ¿En qué momento "lo muerto" deja de ser "lo muerto" y entra al reino de "lo vivo"? ¿Un virus está vivo o muerto [tal vez lo correcto sería preguntar si está más vivo o más muerto]? ¡Quién sabe! Desconozco las respuestas; y, como en muchos otros casos, desconfió de aquellos que aclaman tenerlas. 

      Lo que sí puedo decirles con aceptable seguridad es que disfruto estar vivo (y supongo que comparto el mismo sentimiento con la mayoría de las personas). Fry (el protagonista de Futurama) dijo alguna vez “vivir es lo único que hago". ¡Yo también! Y como vivir es morir en cada momento; entonces: “¡Morir es lo único que hago!”

viernes, 11 de mayo de 2012

Reflexiones sobre el futuro de la humanidad


“Dentro de miles de millones de milenios después de la explosión, una salamandra triunfal […], será quizás coronada como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende […] que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy. […] propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria capaz e sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga saber […] quienes fueron los culpables de nuestro desastre y cuan sordos se hicieron ante nuestros clamores […] y con que inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo”.               -Gabriel García Márquez.
            Las ruinas de las sociedades pasadas son los huesos carnosos que nos enseñan, de la manera más tétrica, los precios del progreso mal administrado; desde los cazadores recolectores de antaño que perfeccionan sus métodos de caza hasta acabar con sus presas, creando así las condiciones para el desesperado origen de la agricultura que trajo consigo sociedades más complejas y jerarquizadas que dieron origen a las primeras civilizaciones; nos describen la caída de sociedades pequeñas (como aquella de los habitantes de la isla de pascua) hasta el estrepitoso declive de algunas de las civilizaciones más desarrolladas que han habido en el planeta, como la Romana o la Maya. Tal es el drama que se desarrolla en las líneas de la obra de Ronald Wright Breve Historia del Progreso. 

            Cabe hacerse al respecto las siguientes preguntas: ¿Toda civilización está condenada al fracaso? ¿La nuestra tiene oportunidad de triunfar donde otras no lo hicieron? ¿O debemos resignarnos, como sugiere García Márquez, a aventar una botella cósmica a las silenciosas aguas del tiempo y el espacio con la esperanza ingenua de que nuestras advertencias, que no sirvieron para salvarnos a nosotros mismos, harán entrar en razón a alguna otra civilización que la encuentre?

            La historia nos puede enseñar valiosas lecciones. Nos confiesa, si es interrogada adecuadamente, cual es nuestro origen, porque tendemos a pensar de la forma en que lo hacemos y la razón por la cual nuestra sociedad se organiza de la manera en que lo hace. Pero lo hermoso de la mente humana es que al conocerse a sí misma también recibe las herramientas para cambiarse. Tal vez es ese el mayor de los favores que puede hacernos la historia: Cuando escuchamos sus confesiones con oídos honestos, sus relatos tiene el potencial de cambiarnos a nosotros mismos.

            Aprender de la historia desde el punto de vista expresado subliminálmente en el párrafo anterior es mucho más que “evitar repetir los errores de pasado” como antiguamente se pensaba. El problema de aquella antigua manera de pensar sobre el conocimiento histórico radicaba en que entendía a este tipo de conocimiento como un conjunto de datos recopilados con la finalidad de curar los males de la sociedad, sin entender como debían aplicarse.  Como si fuese la base de datos de un antivirus de computadora, que tiene el potencial de purgar a nuestro aparato de los males que lo agobian. Pero, la información, por si sola no es capaz de hacer nada. La base de datos solo funciona cuando tenemos descargado un antivirus que le saque provecho. Una historia científica, que desprecia a las autoridades, no puede enseñar dogmáticamente datos. El conocimiento histórico, como ahora lo comprendemos, como interpretaciones de ideas y pensamientos, nos hace entender porque nuestros antepasados actuaron de la manera en que lo hicieron, que pensaron que hacían y que pensaban que iban a obtener a partir de ese actuar. Y una vez que comprendemos a nuestros antepasados somos capaces de decidir mejor que es lo que nosotros deseamos para el aquí y el ahora. En pocas palabras, la historia no nos enseña a no repetir los mismos errores del pasado, sino que nos permite evaluar las circunstancias actuales, sus orígenes y sus semejanzas con otras pasadas; nos enseña sobre las probables consecuencias de nuestro actuar y nos brinda la posibilidad de elegir si queremos, o no, afrontar dichas consecuencias.

            Por supuesto que esta es solo una manera de concebir la historia. Otras personas en el pasado – e incluso en el presente – han visto a la historia a través de cristales de distintos matices. Tucídides, por ejemplo, pensaba que lo importante de la historia no eran los hechos concretos, sino encontrar la esencia de la circunstancia, es decir su componente de carácter universal. Bajo este concepto de historia él no se preocupó por haber alterado los diálogos y algunos hechos de los acontecimientos que investigaba. Para Fietche la historia era una lucha constante entre opuestos que necesariamente desembocaba en la producción de una nueva circunstancia, que a su vez generaba un nuevo opuesto para continuar el ciclo. Marx, por su parte, pensaba que el desarrollo de la civilización seguía un orden, de alguna manera predeterminado, hacia la sociedad socialista. El alemán Spence, concebía a las sociedades como organismos vivos aislados e independientes que evolucionaban de manera progresiva (pues en el siglo XIX, en el que él vivió, esta era la manera en que se entendía la evolución natural). Sin embargo, todas aquellas teorías, no obstante ser cautivadoras, hermosas y frutos de grandes ingenios, han resultado ser erróneas. Principalmente por el hecho de que fallan en explicar porque distintas sociedades se desarrollan de maneras diferentes; pero además, porque en aquellas teorías deterministas de la historia el libre albedrío humano queda eliminado por completo de la ecuación. Todo lo que queda de él se recarga en su totalidad en el lado del historiador, quien lo usa para crear modelos que intentan explicar los procesos históricos.

            Los humanos y nuestras sociedades somos el producto de nuestro actuar acumulado. Como humanos, experimentamos, sentimientos hambre, nos reproducimos y hacemos muchas cosas más que la naturaleza nos impone, tal como cualquier otro ser vivo. Además, nos comunicamos, nos agrupamos y nos jerarquizamos, en mayor o menor medida, como cualquier otro animal social. Por eso, tanto nuestro actuar como la historia, que es su producto, están sujetos a la coercividad de los procesos naturales. Pero, al menos nuestra historia no se queda aquí, porque, como hemos descubierto, también somos seres libres. Nuestra libertad tal vez sea producto de nuestra autoconciencia histórica o bien puede tener otros orígenes que desconozco, pero cualquiera que haya tenido la dicha de elegir entre dos o más opciones, entre dos o más posibles comportamientos, la ha experimentado. Nuestro desarrollo histórico vive de este balance entre libertad y naturaleza que nos compone.

Esto nos lleva necesariamente a concluir que la libertad juega un papel significativo en el desarrollo de la historia humana. Porque al ser la libertad un componente de nuestras actividades, la historia no puede librarse de su yugo. También podemos encontrar rastros de libertad en el conocimiento histórico cuando analizamos al historiador, que elige su problema de investigación y los lugares en donde buscará las pruebas históricas, así como cuando selecciona de estas aquellas que le parecen responden a la pregunta que se hizo al comenzar su investigación. El hecho de que al menos una parte de nuestro ser sea intrínsecamente libre es lo que nos da la capacidad de hacer cosas novedosas y la razón por la cual no se han encontrado leyes históricas ajenas a cualquier proceso histórico. Y es precisamente en esta libertad que poseemos sobre nuestro actuar donde yacen ocultas nuestras oportunidades para superar la actual crisis global.

            Sin embargo, tanto optimismo en nuestras capacidades para decidir nuestro futuro puede ser peligroso, no somos ni tan inteligentes ni tan poderosos como nos creemos. Tal vez es cierto lo que dicen algunos y no haya formula para solucionar la actual crisis de nuestra civilización, tal vez pronto acabaremos con nuestro medio ambiente y con nosotros mismos. En ese caso probablemente deberíamos seguir los consejos de García Márquez y fabricar un arca de la memoria; o, en una de esas, lo mejor sea pasar nuestros últimos años parrandeando o flagelándonos día y noche hasta que llegue el fin. Pero dudo mucho que aquellas sean las mejores opciones. Me parece que es mejor morir sabiendo que se intentó hacer algo para evitar la muerte, que con la incertidumbre de que se pudo haber actuado de alguna forma para prevenirla. Aun cuando pensemos que no tenemos posibilidades de salvarnos a nosotros mismos, no es esta razón para abrazar el quietismo, porque nuestra experiencia, tanto histórica como vivencial, nos ha demostrado que siempre podemos estar equivocados. En el peór de los casos, siempre se tendrá la opción de “actuar sin esperanzas” como decía Jean Paul Sartre. Al menos así se muere con la conciencia tranquila.

            Les contaré ahora la trama de uno de los mejores capítulos de televisión que he visto, porque esta estrechamente relacionada con el tema en cuestión. Se trata de un episodio de la serie Futurama titulado El Difunto Philip J. Fry. En este capítulo el profesor Hubert crea una máquina del tiempo que solo es capaz de viajar hacia el futuro (es importante señalar que la serie se sitúa ubicada temporalmente en el año 3000 después de nuestra era). Ante la duda de los viajeros de como le harán para regresar a su época tras visitar el futuro, el profesor responde que viajarán hacia adelante en el tiempo hasta que se haya inventado una máquina capaz de regresarlos. Con esta idea en mente, se aventuran en su viaje temporal. Cuando llegan al año 4000 descubren, melancólicos, que la civilización se había aniquilado a si misma hace ya muchos siglos. Ante las ruinas de la estatua de la libertad Fry llora a la humanidad. Junto a ella, yacen las ruinas de estatuas de una civilización de simios, una de aves y una de gusanos. Todas ellas nos habían sucedido y, como nosotros, habían perecido ante la enfermedad de su propia existencia.

            No obstante esta tragedia, el capítulo aún no termina. Nuestros viajeros se aventuran nuevamente al futuro para encontrar que los sobrevivientes de la humanidad ahora vivían en una especie de nueva edad media. Esperanzados, continúan su paseo por el futuro en busca de un medio de transporte hacia él pasado. Después de visitar numerosas edades medias, utopías, deutopías, sociedades completamente femeninas y otras esclavizadas por robots, nuestros compañeros llegan al año mil millones. Para este momento, el sol, hinchado en el comienzo de la etapa final de su vida, ya había secado los mares de la tierra y todos los seres vivos de ella habían perecido. Los seres humanos, condenados por nuestra propia ignorancia, nuestro egoísmo y nuestra arrogancia, habíamos desaparecido hacía ya mucho tiempo sin inventar jamás la máquina para regresar en el tiempo.

            La lección que encuentro es clara: No dejes nunca el presente en busca del progreso, porque el progreso no llueve de los cielos, sino que lo hacemos nosotros mismos. Y en el momento en que nos olvidamos de los sacrificios y las arduas labores que hemos realizado para conseguirlo e ignoramos las responsabilidades que este acarrea; en el instante en que nos olvidamos del esfuerzo que es necesario para mantener nuestros nuevos logros, en ese mismo momento soltamos el volante de nuestra nave intergaláctica que, fuera de control, se dirige a un agujero negro. O tal vez, cómodos como estamos en la cabina de la nave, decidimos acelerar a fondo, sobrecargando los motores nucleares y muriendo todos en una colorida explosión de radiación y partículas energéticas.

            Ahora bien, como me temo que pueda estar empezando a dar vueltas alrededor de los mismos pensamientos, empezaré la conclusión de este ensayo.

            Si hay esperanzas para esta civilización es algo que desconozco por completo, porque sobrepasa mis capacidades cognoscitivas. Tal vez hace tiempo que soltamos el timón de esta nave y rebasamos el horizonte de eventos del agujero negro. Puede ser que la incompetencia de nuestros gobernantes, su ignorancia y su avaricia nunca desaparecerán. Es posible que tampoco cambien las conciencias de las más de siete mil millones de personas que habitamos este mundo y cuya colaboración es necesaria para salvar a esta civilización y a nosotras mismas. Probablemente, la sociedad civil nunca se organice y tome en sus manos las riendas del cambio, excepto cuando ya sea demasiado tarde y nuestra unión solo sirva para hacer revueltas y destruir más rápidamente lo poco que quede de nuestra civilización y de nosotros mismos. Pero hay cosas que podemos hacer, como decía Voltaire  “il faut cultiver notre jardin” (“hay que cultivar nuestra parcela”). Lo que Voltaire probablemente haya querido expresar es que cada quien tiene que hacerse responsable de lo que le toca, de lo que está dentro de sus posibilidades.

            Nuestra obligación como historiadores, como investigadores en general, como los privilegiados portadores y productores del conocimiento que nuestra sociedad ha acumulado sobre sí misma y sobre la naturaleza a costa de duras y costosas inquisiciones, es divulgar este conocimiento, ponerlo a disposición de los que lo soliciten y hacerle saber a la sociedad que el conocimiento existe y que está a su disposición. Este esfuerzo debe de ser realizado con la esperanza de que la ignorancia y el desconocimiento de nosotros mismos no sea los culpables de llevarnos a la perdición. Esta labor que nos corresponde realizar la expresó muy bien García Márquez cuando dijo que “la idea de que la ciencia solo concierne a los científicos es tan anticientífica como pretender que la poesía solo concierne a los poetas”. La importancia de esta labor es inmensa, como Carl Sagan nos explica: “Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales […] dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada, pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara”.
  
Pero enseñar las ciencias no consiste solamente en explicar sus conocimientos, porque de esta manera solo se alimenta la credulidad y el dogmatismo, que son, a todas luces, contrarios a ella. “Si nos limitamos a mostrar los descubrimientos y productos de la ciencia […] sin comunicar su método crítico, ¿cómo puede distinguir el ciudadano promedio entre ciencia y pseudociencia? Ambas se presentan como afirmaciones sin fundamento. […] El método, aunque sea indigesto y espeso, es mucho más importante que los descubrimientos de la ciencia”.

            Sé que estoy sonando demasiado optimista, pero este efecto se debe más a las palabras escritas que a mi pensamiento. Al realizar esta labor no hay que cometer la que Massimo Pigliucci llama “falacia racionalista”, la cual consiste en creer que solo por explicarles a las personas algo de manera clara ellas te escucharán y te creerán. La triste verdad es que lo más probable es que la enorme mayoría de las personas no nos presten atención a los divulgadores aun cuando les hablemos de la mejor manera posible. Pero este hecho no es rezón suficiente para abstenernos de realizar nuestra obligación social. En palabras de Sartre: “No es necesario tener esperanzas para obrar […]No sé nada; solo sé que haré todo lo que esté en mi poder […] fuera de esto, no puedo contar con nada”. En pocas palabras, no importa si mis acciones para salvar el mundo pasen completamente desapercibidas, lo importante es que hice lo que me correspondía hacer. Que el resto de las personas se arregle con su conciencia como quiera. Esta resolución puede sonar un poco deprimente y desesperanzadora, pero es la mejor alternativa que he podido encontrar.

            Al final de su libro Wright concluye que “La gran ventaja que tenemos, y nuestra posibilidad de evitar el destino de las sociedades del pasado, es que nosotros sabemos lo que ocurrió con ellas. Podemos ver como y por qué acabaron mal. El homo sapiens dispone de información para saber lo que él mismo es: un cazador de la era glaciar, evolucionado a medias hacia la inteligencia, astuto pero raramente sabio”. Y coincido enteramente con él. Pero de nada sirve que una pequeña cúpula de presuntos intelectuales sepa esto si la mayor parte del pueblo lo ignora por completo. Los hombres de ciencia y filosofía han faltado antes a su cita con su sociedad. Y aunque es posible que esta vez nadie este dispuesto a prestarnos atención. ¿Qué otra opción tenemos? Negarlo todo o llorar y cruzarnos de brazos, sentarnos a mirar como desaparece nuestra civilización.

Claro, en el esfuerzo por evitar la muerte, no hay que olvidarnos de vivir. Debemos hallar el balance entre sacrificio y disfrute. Definitivamente no hay que prestar tanta atención a la diversión que en el proceso aplastemos a las personas que nos rodean y desgastemos nuestro cuerpo prematuramente, pero tampoco es aconsejable morir sin haber vivido. Es como el pensamiento crítico, tal cual lo explica Sagan, ni tan cerrado a nuevas ideas como para no cambiar nunca de opinión, ni tan abierto como para que se desparrame del cráneo el cerebro. Encontrar el punto de equilibrio exacto entre disfrute y sacrificio no es algo que se pueda hallar en un “manual del buen cosmopolita”, sino algo que cada quien tiene que descubrir por si mismo. Actividad en la cual el verbo descubrir connota una cierta dosis de invención. Tal como en la ciencia y la historia misma. 



Lecturas que recomiendo. 

-García, Gabriel, Yo no vengo a decir un discurso, Literatura Mondadori, Barcelona, 2010.
-Sagan, Carl, El Mundo y sus Demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad, Planeta, México, 2007.
-Sartre, Jean Paul, El Existencialismo es un Humanismo, EMU, México, 2008.
-Wright, Ronald, Breve Historia del Progreso ¿Hemos aprendido al fin las lecciones del pasado?, Tendencias, Barcelona, 2006.


martes, 20 de diciembre de 2011

En busca de una moral sin Dios.



El pensamiento ateo ha estado presente en la filosofía occidental ya desde los tiempos de los griegos. Epicuro, padre del epicureísmo, por ejemplo, es famoso por haber dudado de la existencia de los dioses o de dios. Se basaba en la premisa de que ningún dios digno de alabación pudo haber creado el mal,y cómo el mal existe, entonces, si hay dioses estos no deben de preocuparse por el bien humano, y en dado caso, no debemos de darles el honor de llamarlos dioses. 


      Sin embargo, los filósofos griegos pensaban distinto a nosotros. Las relaciones que ellos trazaban entre divinidad y moral eran fundamentalmente diferentes a las nuestras. En efecto, desde el punto de vista cristiano, la moral es algo absolutamente predeterminado por un dios creador que juzga todos nuestros actos. Para los griegos esto era muy diferente, sus dioses, en general, no se mostraban tan preocupados por juzgar los actos de los hombres, y en caso de que así fuese, generalmente podría encontrarse dentro de su panteón a un dios que apoyara nuestro actuar. Así no era raro que un filósofo griego, como en el caso de Epicuro, propusiera sistemas morales laicos. 

      Lo más probable es que nunca estemos seguros de las causas que sumergieron al periodo clásico en los abismos de la edad medieval, pero lo que sí es un hecho es que, durante aproximadamente mil años, en Europa la luz de la crítica se apagó, o cuando menos fue atacada vehementemente. Así, esos mil años europeos parecen haber sido tremendamente pobres en lo que a actividad filosófica crítica y natural se refiere. La que se desarrolló oficialmente tuvo como problema al dios cristiano y al cristianismo. 

      Poco a poco, la luz de la crítica y el cuestionamiento volvió a aparecer en el lejano horizonte de aquella época. Pensadores como Okham pusieron en duda la existencia de un dios omnipotente, pues afirmaba que las leyes de la lógica pierden sentido cuando existe alguien que las puede romper; por lo tanto, lógica y omnipotencia no pueden coexistir en un universo. Y una vez resembrada la semilla de la duda esta echó raíces, y unas muy profundas. 

      Así, empezaron a hacerse presentes las críticas moderadas a la idea de dios, hasta que eventualmente volvieron a aparecer filósofos que la negaban, como el famoso Voltaire. Pero estos filósofos nunca cuestionaron la idea de la existencia de valores morales absolutos, basados, en cierta medida, en la idea de que la vida humana tiene un propósito. En que la esencia precede a la existencia. Sartre expresa mucho mejor esta idea: 

En el siglo XVIII, en el ateísmo de los filósofos, la noción de dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal; en Kant resulta de esta universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así, pues, aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.
Si dios no existe, entonces los valores morales que él representa tampoco existen. Tal vez el primer filósofo moderno en entender el problema que significaba para la moral el cortarle la cabeza a dios haya sido Nietzsche cuando exclamó que “Dios ha Muerto”.  Por eso es pertinente entender la angustia que carcomía el interior de este filósofo al admitir la no existencia de dios. 


También nosotros, los que hoy estamos en camino de conocer, nosotros ateos y antimetafísicos encendemos nuestro fuego en la lumbre que ha encendido la fe de milenios, esa fe cristiana, […] que la verdad es divina. Pero ¿Qué ocurre cuando esto precisamente se hace cada vez más increíble, cuando ya no se presenta nada divino, de no ser el error, la ceguera, la mentira... cuando el mismo Dios se nos presenta como la mayor mentira? Nietzsche. Gaya Ciencia.
 Se desfonda el mundo. La muerte de Dios. 


 

Si queremos entender el problema de Nietzsche con la moral, primero debemos de entender cuáles fueron las razones que lo llevaron a negar la idea de Dios. El papá de Nietzche era un padre protestante y su familia era muy religiosa, lo que de alguna forma reprimió desde pequeño sus deseos al inculcársele una doctrina moral en la que uno necesita sufrir y sacrificarse continuamente, en la que la que la felicidad está estrechamente relacionada con el pecado. Esta moral sataniza además el cuerpo, la razón y la individualidad, cosas que Nietzsche apreciaba. Así, era de esperarse que al crecer, y empaparse con las ideas de Voltaire y otros grandes pensadores, él terminaría por hacer a un lado la idea de dios. Sin embargo, antes de negar por completo a Dios Nietzsche buscó una nueva fe en el budismo; fe que finalmente rechazó también por encontrar en ella el mismo problema que en el cristianismo: la divinización de una moral absoluta.

      De esta manera, convencido de que la idea de Dios era un obstáculo para alcanzar la felicidad y disfrutar la vida, Nietszche renunció por completo a ella. Para él, disfrutar la vida era algo necesario. La felicidad la encontró en la búsqueda sin fin de conocimiento. 

¡No! ¡La vida no me ha decepcionado! Año tras año la encuentro más verdadera, más deseable y misteriosa. Desde el día en que el gran libertador vino sobre mí: el pensamiento de que la vida puede ser un experimento del que se está en camino de conocer. [...] La vida es un medio para el conocimiento [...], con este principio en el corazón puede uno vivir no sólo valientemente, sino hasta alegremente y reír con alegría. Nietzsche. Gaya Ciencia.

      Sin embargo, Nietzsche se dio cuenta de un problema muy serio, que al eliminar a dios se eliminaba el sustento de toda moral absoluta, y de hecho criticó fuertemente a los ateos que creían en este tipo de moral. En este sentido, el problema de Nietzsche nunca fue con dios, sino con la moral absoluta que las ideas de dios traen con sigo. Por eso no debe de sorprendernos que critique también a los socialistas y políticos que defienden una moral de estas características.

Los políticos, los socialistas, los predicadores de penitencia con cristianismo o sin él, los que no se permiten alcanzar éxitos medianos, todos estos hablan de deberes y, por cierto, de deberes siempre con carácter de incondicionados. […] En donde el interés enseña el sometimiento, mientras la fama y el honor parece que lo prohíbe. Nietzsche. Gaya Ciencia. 
Fue en este punto donde Nietzsche se dio cuenta de la procedencia inevitable del nihilismo, pues si la naturaleza no tiene un valor real, los humanos no tenemos un sustento sólido sobre el cual valorar. Pero la idea del nihilismo nunca le agradó: “Lo último sería el nihilismo, pero ¿No sería también el nihilismo lo primero?” En efecto, para él el nihilismo no podía ser diferenciado del absolutismo, pues en ambos casos se encontraba una verdad que impedía la apreciación de la vida. Si nada es digno de valorar, entonces la vida no puede ser disfrutada, y en ese caso ¿Por qué no mejor nos suicidamos? Así, convencido de que era posible encontrar una nueva forma de valorar, invita a los filósofos a encontrar esta nueva moral, no solo atea, sino flexible, que permita disfrutar la vida, y que no sea razón para la evasión o el sometimiento “¡A los barcos, filósofos!” exclamó en más de una ocasión.

Efectivamente nosotros, filósofos y espíritus libres, ante la noticia de que el viejo Dios ha muerto, nos sentimos como iluminados por una nueva aura; nuestro corazón se inunda entonces de gratitud, de admiración, de presentimiento y de esperanza. Finalmente, se nos aparece el horizonte otra vez libre, por el hecho mismo de que no está claro y por fin es lícito a nuestros barcos zarpar de nuevo, rumbo hacia cualquier peligro; de nuevo está permitida toda aventura arriesgada de quien está en camino de conocer; la mar, nuestra mar se nos presenta otra vez abierta, tal vez no hubo nunca, aún, una mar tan abierta. Nietzche. Gaya Ciencia. 
A lo largo de los siglos XX y XXI varios filósofos han atendido la invitación de Nietzsche y han abierto las velas en busca de crear una nueva moral que se preocupe por elevar nuestra vida, permitiéndonos disfrutarla y, al mismo tiempo, convivir en sociedad armoniosamente. Trataré aquí la respuesta que Sartre dio a ese acertijo. Debo aclarar en este punto que no considero que Nietzsche y Sartre hayan sido los únicos protagonistas en este proceso, pues ellos formaron parte de un complejo social que dirigió su forma de pensar. Pero, por otro lado, sí considero que es posible trazar una línea más o menos recta entre los dos procesos de los cuales ellos formaron parte. Los tomo aquí como personajes representativos de una corriente de ideas. De cualquier manera, Sartre trató de resolver el problema de la moral atea, y decidí hablar de él puesto que hoy comparto gran parte de su respuesta, así pues proseguiré a describirla. 



La existencia precede a la esencia. 

El enfoque que utiliza Sartre para dirigir su moral es el existencialismo, en específico el existencialismo ateo. Según esta corriente filosófica, la existencia precede a la esencia; lo que quiere decir que si dios no existe, entonces los humanos no nacemos con un cometido en la vida; en otras palabras, primero existimos y después desarrollamos un propósito y la idea de quienes somos. “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace” y, en consecuencia, el hombre es responsable de lo que hace de sí mismo. 

      Pero para Sartre la responsabilidad de crear el tipo de persona que quiero ser involucra a la humanidad entera. En efecto, para este autor no hay ninguno de nuestros actos que al crear a la persona que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen de todas las personas tal como consideramos que deben ser. De esta forma, siempre que actuemos debemos preguntarnos ¿Qué sucedería si todos hicieran lo que yo hago? Y si nuestra respuesta es que no todo el mundo procede así, entonces somos una persona que se está engañando a sí misma, somos alguien que no está bien con su conciencia y queremos encontrar una excusa para justificar nuestra manera de actuar. 

      Claro que sería verdaderamente estúpido creer que vamos a poder lograr las cosas solo porque nos las hemos propuesto, puesto que siempre existirán impedimentos en nuestras circunstancias y estaremos sujetos a las posibilidades que encontremos en nuestro contexto social y biológico. Llegando a este punto conviene hacer una aclaración: No podemos contar con que los posibles van a acontecer como nosotros queremos que sucedan.

A partir del momento en que las posibilidades que considero no están rigurosamente comprometidas por mi acción, debo desinteresarme, porque ningún dios, ningún designio, puede adaptar el mundo y sus posibilidades a mi voluntad. Sartre. El existencialismo es un humanismo
      Si usted lector piensa como yo, entonces en este momento estará pensando que el existencialismo lleva al quietismo, a no hacer nada dado que nada puedo hacer. Al contrario, significa que debemos de obrar con inteligencia. Que es mejor de proceder de manera casi estoica y aprender a distinguir entre las cosas que podemos cambiar y las que no. Enfocando nuestros esfuerzos en cambiar aquellas cosas en nuestro poder, y tal vez así veremos crecer nuestro campo de acción. También Sartre nos incita a aprender a actuar aun cuando no tengamos certeza. Daré un ejemplo simple: Si el vuelo de mi hermano llega a las dos de la tarde al aeropuerto de la ciudad y yo me he comprometido a ir a recogerlo, entonces debo de ir por él, puesto que la posibilidad de ir o no ir al aeropuerto está determinada por mi acción; sin embargo, el hecho de ir al aeropuerto no me garantiza que en el camino no habrá tráfico, ni que el avión de mi hermano no se valla a retrasar o a caer, pero esas posibilidades están fuera de mi marco de acción; por lo tanto mi actuar solo debe restringirse a ir al aeropuerto. Esto hace al existencialismo una filosofía de la práxis o de la acción.  



       Otra de las características que hacen del existencialismo una filosofía de la praxis, es que dice que las personas no somos otra cosa que lo que hacemos. Es decir, que nuestros planes e ideas no son nada si no son llevadas a cabo. Así, el hecho de decir: “Yo podría haber realizado una novela muy bonita” no significa nada, lo que realmente tiene un significado y me define como persona es todo lo que de hecho sí he escrito en mi vida. De esta forma, cada individuo no es más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida. Y de esta forma queda claro que el existencialismo es una filosofía de praxis muy alejada del quietismo ¿Pero qué pasa cuando dos personas encuentran que su actuar se enfrenta?

¿Cómo es posible hacer juicios morales si no existe Dios?

Ahora nos encontramos con un nuevo problema, más grave aún que el anterior: Sí cada quien inventa su propia moral, y la moral que quiere para el mundo ¿Qué puede impedir que alguien intente imponerla por la fuerza a los demás? Y además ¿Cómo es posible juzgar moralmente a alguien más? Preguntas ambas que es imprescindible responder, pero para ello hay que remontarnos primero a los tiempos de Descartes. 

      En efecto, todas las construcciones de nosotros mismos que podemos hacer son subjetivas, pero están basadas en un sólo hecho objetivo. Un hecho de la mayor importancia, todo el que piensa, existe (y todo el que duda piensa). Al descubrirnos a nosotros como seres pensantes, podemos darnos cuenta que los demás seres humanos son también seres pensantes como nosotros. Nos vemos forzados entonces a reconocerlos como iguales. 

      Así, la persona se da cuenta de que es imprescindible que los demás se reconozcan a si mismos como seres pensantes para que ella misma sea reconocida por los otros como una semejante. Al caer en la cuenta de este hecho sorprendente, nos damos cuenta también de que todo lo que otra persona es capaz de pensar y creer, podría ser creído y pensado por nosotros mismos. No importa la manera en que los demás piensen sobre el mundo, ni lo que piensen que significa su vida, lo importante es que esas definiciones son creaciones humanas que pueden ser comprendidas y compartidas por cualquier otra persona. En este sentido existe lo universal.

      De esta manera, ante la pregunta de si es posible juzgar, se responde que en cierta medida y que no en otra. No es posible juzgar en el sentido en que una vez que alguien ha elegido el tipo de moral que quiere, es imposible forzarle a cambiar de opinión, sólo podemos intentar convencerlo con argumentos racionales y viceversa. Por otro lado, es posible juzgar porque si admitimos que cada persona es libre de inventar su propia moral y que uno se elige frente a los demás, entonces todo el que pretenda imponer su moral sobre otro es una persona incongruente con sigo misma y con los demás. Alguién que no comprende la responsabilidad de sus acciones. Dicho en otras palabras, es un acto malvado todo aquel que intenta interferir en la libertad de los demás para buscar el significado de su existencia.

Si hemos definido la situación del hombre como una elección libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe [...] Y además puedo formular un juicio moral. Cuando declaro que la libertad a través de cada circunstancia concreta no puede tener otro fin que quererse a sí misma, si el hombre ha reconocido que establece valores en el desamparo no puede querer sino una cosa, la libertad como fundamento de todos los valores. Esto no significa que la quiera en abstracto. Quiere decir simplemente que los actos de los hombres de buena fe, tienen como última significación la búsqueda de la libertad como tal. [...] Y al querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de los otros, y que la libertad de los otros depende de la nuestra. [...] Así, aunque el contenido de la moral sea variable, cierta forma de moral es universal. Sartre. El existencialismo es un humanismo.

Observaciones de salida. 



De esta forma hallamos una solución válida para los dos problemas que nos planteamos con anterioridad, y nos damos cuenta de que hemos podido desarrollar una moral atea coherente que garantiza la posibilidad de disfrutar la vida y se muestra en contra de aquellos que desean imponer su libertad sobre la de los demás; pero más importante, que admite y le da valor a la subjetividad humana, y entiende que de ella hay tantas interpretaciones posibles como humanos. Hay que recordar en este punto que el existencialismo no es un fin, y que ni siquiera intenta serlo; es más bien un principio que intenta fundamentar un tipo de moral subjetiva en el sentido en que es creada por cada persona, pero objetiva en el sentido en que es necesaria para que se den las relaciones humanas, reales y que iluminan nuestra vida con calor y dicha cuando nos ayudan a descubrirnos a nosotros mismos. 
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Lecturas Recomendadas
-Chávez Calderón, Pedro, Historia de las Doctrinas Filosóficas, Pearson, México, 2008.
-Jiménez Moreno, Luis, “Introducción y Apéndice”, El Gay Saber o Gaya Ciencia, de Friedrich Nietzche, edición y traducción de Luis Jiménez Moreno, Colección Austral, Madrid, 2000.
-Nietzche, Friedrich, El Gay Saber o Gaya Ciencia, edición y traducción de Luis Jiménez Moreno, Colección Austral, Madrid, 2000.
-Sagan, Carl,  Cosmos, Una evolución cósmoca de quince mil millones de años que ha transformado la materia en vida y consciencia, Editorial Planeta, Barcelona, 1982.
-Sartre, Jean Paul, El existencialismo es un Humanismo, EMU, México, 2008.