Mostrando entradas con la etiqueta vida. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta vida. Mostrar todas las entradas

domingo, 26 de enero de 2014

¿En qué creo?



Hace un año, una persona cercana a mi que se encontraba realizando un trabajo para un diplomado en teología me pidió le ayudara contestando unas preguntas personales. Sin más introducción para no aburrirlos, se las comparto. 

¿En qué crees? ¿Cuáles son los fundamentos o las bases de tu fe?



Creo que la verdad sobre las cosas se escapa eternamente de nuestro entendimiento. Considero que la realidad es unitaria, pero de una complejidad tan grande que su esencia escapará eternamente al conocimiento de mentes cómo las nuestras. También me parece que los seres humanos somos animales pensantes -aunque la profundidad de nuestro pensamiento sea discutible- y que por medio de este pensamiento somos capaces de crear ideas y de imaginar una rica pluralidad de uniones entre ellas. Como he dicho, nuestra imaginación es sumamente rica y, aunque esta riqueza es la que la hace sumamente valiosa como herramienta para entretejer ideas, también mengua su capacidad para explicar una realidad que no parece responder a nuestros deseos y suposiciones.  En este sentido, creo que la mejor manera de hacer aseveraciones sobre el universo, la sociedad, los demás y nosotros mismos es a través del contraste de nuestras percepciones de la realidad con las ideas que tenemos de ella. Precisamente porque nuestra imaginación, aunque poderosa, nunca podrá prever todos los escenarios posibles y por el hecho de que nuestras percepciones sobre la realidad no corresponden exactamente a ella, nunca podremos desarrollar una perfecta explicación de la realidad. Y aquí hay que aclarar un término, explicar no es lo mismo que conocer. Uno puede explicar porque la llamada inercia tiende a mantener las cosas en reposo o en movimiento sin que por eso comprenda que es la inercia o si quiera si ella existe o no verdaderamente. 



           Cuando se trata de explicar sociedades humanas y a nosotros mismos el procedimiento es esencialmente el mismo, aunque sumándole un mundo nuevo de significados e intenciones que los humanos hemos creado y que contrasta con el universo que -aparentemente- carece de significado e intención intrínseca. Creo en los sentimientos y en las ideas, en el amor y en la amistad, y vivo mi vida de tal manera que pueda compartirla de la manera más cómoda con las personas que nos rodean y que amo. 



            Ahora tocaré el caso que, según me deja ver el tercer ojo que tengo incrustado en mi frente, aquí nos interesa: el de la creencia en un dios. Yo solía creer en el dios cristiano cuando era pequeño, pero poco a poco empecé a descubrir lo que parece ser un universo enorme y de una duración temporal exorbitante en el que la especie humana solo habita un pequeñísimo, casi inexistente punto y durante un pequeñisimo, casi inexistente tiempo. Esta nueva percepción del universo contrastaba drásticamente con mi antigua percepción de un dios local, creador de la tierra y preocupado por los aspectos humanos. ¿Si los humanos eramos tan importantes para él, porque nos habría dado un lugar tan insignificante en su creación? 



También comencé a conocer otras culturas y descubrí que casi todas creían en dioses (o aspectos semejantes). Estos dioses eran claramente distintos unos de otros (algunos eran varios, otros eran unitarios, unos piadosos, otros indiferentes y otros vengativos) y descubrí que, por lo menos, todas esas religiones menos una debían de estar mal. Pero ¿Sí hay tantos dioses falsos porque el mio debía de ser el verdadero? ¿Por qué no saltarme un paso y eliminar también al mio? Inmerso en estas dudas me acerqué a pensadores que no creen en ningún dios, como Carl Sagan o Jean Paul Sartre, que me enseñaron que es posible entender el mundo, disfrutar la vida y amar personas sin la condición de creer en un ser superior. 
 
            Uno de los pilares de mi sistema de creencias es el hecho de que rechazo la posibilidad de la certeza absoluta. Entonces no puedo afirmar con total certeza que no exista ningún dios, sin embargo, por la manera particular en que he vendido a entender el mundo y a darle significado, considero que este problema está más allá de la duda razonable. Pero aun si decidiera creer en un dios ¿En cuál sería? ¿Cómo podría saber cuales son sus intereses y que desea de mi? ¿Cómo podría conocerlo? Son cosas que no puedo responder.



Finalmente, he llegado a entender el mundo sin la creencia en dios, actúo en mi vida diaria sin preocuparme por lo que un dios pudiera llegar a pensar de mi y espero el futuro de manera "estoica" sin rezar o pedir a ningún ser sobrenatural por que este corresponda a mis deseos. Entonces, ¿Cuál es la diferencia entre entender el mundo como si dios no existiera, actuar en él como si dios no existiera y esperar el futuro como si dios no existiera y no creer en ningún dios? La puede haber en el terreno filosófico de la epistemología y la ontogía, pero dudo mucho que exista en el campo pragmático. 



¿Qué podrías dejarle (en este sentido) a la siguiente generación? ¿Cómo podrías trasmitir esa fe a otros?


Les intentaré dejar el gusto por la libre autodeterminación y la capacidad de ser críticos consigo mismos y con los demás. Lo hago fomentando el pensamiento crítico, cuestionando las ideas preconcebidas y enseñando a dudar. Además, trato de transmitir por medio de mis acciones el amor para con uno mismo y con los demás seres humanos, y la capacidad de maravillarse con la vida. Pues también hay que transmitir una actitud positiva, que no se quede solo en la duda, sino que desee entender el mundo a partir de ella, en aproximaciones sucesivas y sabiendo que toda explicación es solo provisional. Así, deseo demostrar que la vida es maravillosa y valiosa por el hecho de ser efímera y que la mejor manera de disfrutarla es compartiéndola con los demás. Todo esto lo busco lograr por medio de la charla y el ejemplo.



Es a muy grandes rasgos lo que pienso.

viernes, 5 de abril de 2013

Sobre el tiempo, o aquello que se queda y aquello que se va.


El tiempo es una cosa de lo más rara ¡Ni siquiera me siento cómodo diciendo que es una cosa! Algunos dicen que existe y otros que no lo hace; y yo no soy nadie para hablar sobre la existencia o no de las cosas. Pero aun a pesar de eso, en esta entrada quiero platicarles, de manera somera, sobre las ideas de Braudel acerca del tiempo histórico. Un tiempo que resulta fantástico en cuanto es múltiple y a la vez unidad, rápido y a la vez lento. En fin, quiero compartir con ustedes su manera de entender el tiempo porque me recuerda mucho al tiempo al que estoy acostumbrado.   

Como ya dije,  para Braudel el tiempo histórico es a la vez uno, pero producto de la confluencia de varias temporalidades en un periodo determinado. Estos tiempos se solapan unos a otros, conviven y se afectan mutuamente en los distintos procesos históricos. La idea básica es que en todo proceso existen fenómenos de conjuntura y permanencia, de cambio y de estática, que al interactuar dictan las normas de su propio desarrollo futuro. En su forma más básica, las velocidades del tiempo se pueden dividir en tres:

             La Larga Duración es el tiempo cuya transformación es materia de milenios, o, en el mejor de los casos, de unos cuantos siglos. Su cambio es tan lento que, debido a lo corta que es la vida humana, puede llegar a parecernos inexistente. Sin embargo, a pesar de esta lentitud extrema, el cambio está presente. Es el tiempo de la vida humana en vínculo estrecho con la geografía y el ambiente; el tiempo, también, de las tradiciones culturales más arraigadas y de las estructuras sociales; en fin, de lo muy lento, de lo que parece siempre permanecer.

            Por otro lado, se halla el tiempo événemientiellé -mejor conocido por su pseudónimo malvado: el tiempo de los eventos- en él se desarrollan los acontecimientos de la historia del día a día, aquella a la que nos hemos acostumbrado desde pequeños. Es la que estudiamos en la primaria, la secundaria y la preparatoria; sobre la que se hacen documentales, películas, novelas y la mayoría de los libros de historia, tanto científicos como de divulgación. En este tiempo entrenamos a nuestros pokemones, comemos pizza, jugamos fútbol, leemos libros y hacemos todas esas cosas que comúnmente entendemos bajo el concepto abstracto, y en muchos sentidos desconocido, de “vivir”. 

            El evento es el componente efímero de la historia. Lo que se pierde, lo que desaparece como súper villano al lanzar una bomba de humo al suelo. Es el aspecto de la historia humana más cercano a nuestra vida, probablemente por ser el más fugaz. Por estas razones la historia de los eventos “es la más emocionante de todas, la más rica en intereses humanos, y también la más peligrosa”. La más peligrosa, en efecto, porque sus pasiones aun arden, y lo hacen cerca del pastizal de la vida.

            Finalmente, aplastada entre la larga duración y los eventos, encontramos a la Media Duración como el gradiente de difusión entre ambas. Es la temporalidad que combina lo permanente y lo efímero de la historia. Es el engrudo pegajoso y desagradable que permite, de alguna forma que yo no logro comprender aun, que tanto lo inmutable como lo eternamente cambiante puedan coexistir al mismo tiempo y en un mismo fenómeno ¡y aun logrando qué todo parezca tener sentido! Es un tiempo increíble.

            Podemos entender mejor estos tiempos si pensamos en las distintas secuelas de 007 - ¡Oh! las hermosas distintas secuelas de 007 - en cierta manera siempre son diferentes unas de otras, siempre hay distintos villanos, explosiones, coches, pistolas, súper relojes de pulsera que lanzan rayos laser; pero al mismo tiempo, siempre hay las mismas explosiones, coches, pistolas, súper relojes de pulsera que lanzan rayos laser, villanos y, por supuesto, el señor Bond.

No obstante, como en toda teoría y en toda explicación de la verdad, debemos recordar que nuestros modelos, en el mejor de los casos, corresponden en algún sentido a la realidad; lo cual es distinto a decir que son la realidad.  En el fondo, esta triple división del tiempo histórico es artificial ¡Una invención! El tiempo y la historia son una sola cosa, toda división es ya una simplificación.  ¡Y a la vez, reducir la complejidad de tiempos y ritmos históricos a solo 3 o 4 es también una simplificación! Como nos advierte Braudel, “lo peor de todo es que no existen solamente dos o tres medidas de tiempo, son docenas, cada una atada a una historia particular”. ¡Vaya! Hemos topado aquí con unos de esos caminos ecuatoriales que llevan al mismo destino pese a estirarse en direcciones opuestas. 

Tal vez lo mejor que podemos aprender de esta manera de ver el tiempo no es que este es bonito y que se divide en tres o más velocidades que conviven; o que en todo paso de un momento a otro hay cosas que permanecen y otras que cambian -los cuales por sí mismos ya son buenos aprendizajes-. Pudiera ser que la mejor lección que podemos sacar es   que vale la pena reflexionar sobre el valor de esta teoría, y de toda teoría, y alimentar la sospecha de que siempre hay que desconfiar de la excesiva simplicidad de nuestras explicaciones, por muy útiles que estas sean para comprender una realidad tan compleja que no podemos aspirar a rasguñar de ninguna otra forma.

Recomiendo para leer:
-Braudel, Fernand, El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II.
-Braudel, Fernand, Las ambiciones de la historia.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Sobre la espiritualidad en el materialismo y los simpáticos amigos plutonianos


Imaginemos que en Plutón habita una civilización de hormigas extraterrestres que ha logrado desarrollar  una técnica artística sorprendente. A ellas nunca les llamaron la atención la tecnología ni la ciencia, durante toda su historia solo se han dedicado al arte. Escriben poemas tan armoniosos que las obras de Pablo Neruda, José Espronceda y Sor Juana nos parecerían producto de fetos aún no paridos si las comparáramos. Sus pinturas son tan bellas que, de ser puestas a lado de las mejores de Rembrandt  y Giotto, estás últimas  parecerían más bien basura. Y su música, ¡Ni que hablar! Si la escuchásemos seguro mandaríamos quemar todas las partituras de Tchaikovsky, Bach y Mozzart; inservible escoria. 

            ¡Vaya que sería hermoso que esta civilización existiera! Si la encontráramos ¡Cuántas cosas tan bellas veríamos y oiríamos!, ¡Cuántas hermosas emociones nuevas experimentaríamos! Sin embargo, debido al relativo diminuto tamaño de nuestros simpáticos seres artistas y a que nunca desarrollarán tecnología suficiente como para crear radiotelescopios o cosas semejantes, la única manera de que podamos corroborar su existencia es yendo a Plutón y aparcando nuestra nave espacial junto a uno de sus hormigueros (obras maestras de la arquitectura galáctica, por cierto).

            Bien, entonces actualmente no tenemos medios para probar que esta civilización realmente exista (¡y a mi me encantaría que así fuese!), como tampoco tenemos medios para probar que no exista. ¿Vale la pena discutir sobre su existencia, puramente teórica? ¿Vale la pena dejar de producir arte, pues, de existir esta civilización, solo estaríamos desperdiciando nuestro tiempo? ¿Dejamos algo tan importante, como es el arte, en manos de una civilización que igual puede existir que no hacerlo? ¿Vale la pena invertir nuestros esfuerzos económicos, tecnológicos y sociales en llegar a Plutón para corroborar esta hipotética existencia? Plutón es una gran piedra, contra la cual no tengo ninguna mala opinión, y probablemente aprenderíamos cosas interesantes si la visitásemos aun a pesar de que sus hipotéticos habitantes resultaran no existir. Sin embargo, podríamos invertir ese dinero y esfuerzo en cosas más urgentes: como en proteger al medio ambiente, mejorar la educación, hacer más y mejores investigaciones, o incluso ir a otros planetas como Marte o Júpiter; que son mucho más llamativos que Plutón y en los cuales también podrían habitar civilizaciones muy exóticas  -para nosotros, claro- e interesantes.

            Yo no le doy muchas vueltas al asunto, hago mi vida de tal forma que no dependa de la existencia de los Plutonianos. Para mí, los Plutonianos bien pueden existir o no hacerlo. Si existen ¡Qué bien! Y si no, no me afecta. Cuando actuo en mi vida doy por supuesto que los Plutonianos no existen. Tal vez en algún lejano futuro prenda la tele y me entere, en las noticias, que los astronautas humanos llegaron a Plutón y se satisficieron con las hermosas obras de arte que allí vieron; pero mientras ese día no llegue, actuaré, viviré y pensaré como lo haría si los Plutonianos no existieran. Mi pensamiento acerca de la existencia de Dios es el mismo.

Dios puede existir o no existir. Si existe ¡Qué genial! Y si no, no me afecta. Al igual que con los Plutonianos; cuando actuó, vivo y pienso, doy por supuesto que Dios no existe; ningún dios. Y así, doy por supuesto que dios no existe cuando decido como actuar; doy por supuesto que dios no existe cuando decido como pensar; doy por supuesto que dios no existe cuando  vivo mis sentimientos; doy por supuesto que dios no existe, en fin, cuando hago mi vida. Entonces, aunque no pueda afirmar con absoluta certeza que ningún dios existe, ¿Cuál es la diferencia entre dar por supuesto que dios no existe al actuar, pensar, sentir y vivir, y no creer en dios? Ninguna práctica. Por eso soy una persona atea.

            Sin embargo, el que sea una persona atea no quiere decir que no experimente cierto tipo de espiritualidad. No me mal entiendan; tampoco creo en el alma, ni en las energías paranormales, ni en ninguna de esas especulaciones metafísicas. Para mí, la espiritualidad es algo de suma importancia -semejante al arte-, que no puede ser dejada en manos de un “tal vez, quien sabe”. La experimento cada vez que observo al universo y trato de imaginar lo enormemente vasto que es, es de una exorbitante envergadura tal que mi imaginación no se da abasto en la tarea; cada vez que trato de entender a las personas y nuestras sociedades; cada vez que pienso en los pequeños átomos y sus partículas viajando en el vacío...

En esos momentos, mientras lucho por intentar comprender la totalidad de las cosas, hay un instante en el que entiendo que yo soy parte de ella. Soy parte del universo.             Asomémonos por nuestras ventanas y miremos una estrella (sí es de día, eviten mirar el Sol); piensa en su enorme tamaño; sábete minúsculo en comparación con ella; piensa en toda la cantidad de átomos de hidrógeno que deben de estar chocando caóticamente en su interior; piensa en los millones de kilómetros que han  recorrido sus fotones de luz, para que en un minúsculo fragmento de instante entren en tu retina y exciten tus bastones y conos; piensa en todo el tiempo que les tomó recorrer esa distancia; piensa también en que los átomos de hidrógeno que fusiona son iguales a los que circulan en los glóbulos rojos de tu sangre, a los que componen las células de tu piel, iguales a los que forman parte de las neuronas de tu cerebro; células cerebrales que en estos momentos se comunican en patrones igual de caóticos a los de los átomos de hidrógeno chocando en el interior de la estrella; y de cuyos caóticos patrones de comunicación, nace tu pensamiento, tu identidad. Naces tú.

Piensa en las semejanzas que tienes con esa estrella, ambos están hechos de materia, ambos están sujetos a las mismas leyes naturales, ambos nacieron y ambos morirán, ambos son descomunalmente pequeños cuando se les compara con el universo... Después de todo, esa fría y distante estrella y tú resultaron tener muchas cosas en común. Cuando uno se da cuenta de que forma parte de todo, de que hay un continuo entre uno mismo, lo infinitamente pequeño y lo exorbitantemente grande; esa es para mí la experiencia espiritual.

            ¿Creo en algún ser superior? Creo en mi familia, creo en la sociedad que me rodea, creo en la humanidad, creo en los átomos y las galaxias, creo en la conciencia, creo en la vida, creo en la historia, creo en el futuro, creo en el tiempo, creo en que lo ignoro casi todo –sino es que todo-, creo en el universo.

            Para muchos estas creencias podrán sonar como cosas materiales [de hecho, lo son]; pero para mi, son las cosas en las que puedo creer, pues puedo probar su existencia. No las entiendo, y no creo nunca entenderlas cabalmente. Pero sé que están ahí. Las pruebas me lo corroboran. No se necesita entender algo para saber que existe; pero si se necesita probarlo.

            La vida es solo una breve iato de tiempo en nuestro estado permanente de rocas para contemplar el universo antes de volvernos piedras nuevamente. Reconozco que la realidad me rebasa, que ignoro por completo lo que en verdad es; que mí vida es fugaz y efímera; que lo que llamamos totalidad, nuestra vida, no es nada para los estándares universales; que el universo es cosmos, pero también es caos. Todas estas son cosas que me asombran, pero también me asustan. A este interesante y profundo sentimiento, atrapado en algún rincón del camino entre la fascinación y el terror, lo llamo el misterio de las cosas.

            Para mí, ésta es la espiritualidad; y no necesita de dioses ni de otros entes metafísicos para ser sentida. Solo requiere de materia y de las ideas y los sentimientos que ésta puede generar. En otras palabras: La espiritualidad se basta con lo que somos.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Un Instante, la Eternidad y la Efimeridad de la Vida


Un salto cuántico,
el spin de un átomo,

el latido de un corazón.

Una idea,
una frase,
un sueño.

La vuelta de la tierra,
un ciclo lunar,
un circulo alrededor del sol.

Una infancia,
una vida humana,
todas las vidas humanas.

Una era,
una vida de una estrella,
la vida de todas las estrellas.


El universo mismo.

Hasta el más largo de todos los tiempos
se reduce a un instante
ante la marcha imperturbable de la eternidad.


Miré a la eternidad a la cara,
 y desaparecí.


Hace ya algún tiempo alguien me preguntó que era para mí un instante. Me tomó un largo tiempo crear una respuesta que guardara sentido con lo que he vivido y con los múltiples significados que se le han dado a esta palabra. Porque un instante puede usarse para describir cualquier cosa, desde un salto cuántico en el tiempo hasta el universo mismo. Al final, escribí los versos que se leen más arriba.

       Inicié haciendo la siguiente analogía: “Un punto es al espacio, como un instante es al tiempo”. Y me topé con un nuevo problema ¿Qué es un punto? “Pues un punto es -me dije- un trozo de espacio tan pequeño que su área vale cero. Algo sin área no puede ser algo, por lo tanto un punto no es nada –pensé- ¡y sin embargo es algo!” Y así concluí que un punto es un espacio tan pequeño que no es nada, pero que, sin embargo, es algo. Y entonces deduje: “lo mismo debe de aplicar al instante en su relación con el tiempo”.

        Solo una aclaración antes de seguir, es cierto que en un sentido estricto ni los instantes ni los puntos existen, porque la realidad es una totalidad. No admite divisiones, ni siquiera acepta ser partida en dos cosas tan básicas como tiempo y espacio. Sin embargo, la realidad es bastante caótica y confusa para seres con una inteligencia tan limitada como la nuestra, y por eso nos vemos obligados a clasificarla y dividirla para poder entenderla. En ese sentido tanto los puntos como los instantes existen, son conceptos que –surgidos de nuestra desesperación por explicar una realidad tan complicada- nos ayudan a entenderla de alguna manera.

        Retomemos entonces el tema. Fijémonos en los versos con los que comencé que toda dimensión depende de la escala desde la cual hagamos la observación. Así cómo en el espacio nosotros vivimos en “un punto, sobre un punto, sobre un punto, sobre un punto” (lo cual –por cierto- nos vuelve ridículamente pequeños a escala cósmica), en el tiempo somos “un instante, de un instante, de un instante, de un instante”. También aquí somos ridículamente efímeros a una escala cósmica. Así hago la siguiente pregunta –un tanto confusa, pero guarda algo de sentido-  ¿Cuál es la diferencia entre “algo que no es nada sin dejar de ser algo” que está contenido dentro de otro “algo que no es nada pero sin dejar de ser algo”, y la nada? Evidentemente para alguien que observe el panorama desde muy lejos no habrá ninguna diferencia, pero ésta será mucha –incluso tal vez llegando a ser la totalidad- para un observador en ese “algo que no es nada pero sin dejar de ser algo”.

        Usaré números redondos solo para poner las cosas en perspectiva: Una vida humana dura en promedio 70 años; toda la historia escrita data de hace apenas 5 mil años; se calcula que la agricultura se inventó –tal vez en un acto de desesperación- hace solo 10 mil; algunos antropólogos fechan la aparición del Homo sapiens hace 50 mil años, la del hombre de Cro-Magnon hace 130 mil y la del Homo herectus hace 2 millones. De repente nos parecería que hace mucho tiempo que nuestros antepasados empezaron a caminar en dos patas ¿No? Pero la realidad siempre encuentra la manera abofetearnos: los dinosaurios se extinguieron hace 65 millones de años y ¡aparecieron hace 228 millones! Lo cual quiere decir que merodearon este planeta durante muchísimo tiempo más que el que nosotros llevamos siendo “Homos”; algunas cifras sugieren que los seres multicelulares se desarrollaron hace 2 mil millones de años. En este punto, nuestra vida de 70 años se siente descorazonadamente insignificante, sin embargo, falta más; se calcula, con base en los fósiles, que la vida apareció en la tierra hace 4 mil millones de años, solo -¡¿Solamente?!- 500 millones de años después de que la tierra se formara; nuestro sol es una estrella de tercera generación (lo que quiere decir que la materia que lo conforma ha sido parte, en el pasado, de otras dos generaciones de estrellas que explotaron) y se formó a partir de una nube de polvo hace 5 mil millones de años; para no hacerles el cuento todavía más largo, ¡han pasado 13,700 millones de años desde el Big Bang! Creo que cualquiera estaría de acuerdo con migo si digo que 70 en una escala de 13,700 millones es completamente irrelevante. Es más, solo por el gusto de humillarnos, colocaré un número junto al otro: 

70 – 13,700,000,000 

¡Que divertido! Y sin embargo ¿Qué es un número tan enorme de años frente a la eternidad? No es nada. Cuando mucho, y en esto le haríamos un favor, podríamos darle el calificativo de instante.

       Si un instante de tiempo “es nada sin dejar de ser algo”, entonces la eternidad es enteramente lo contrario: “es todo sin llegar a ser la totalidad”. Porque, no importa que tan lejos pensemos, siempre habrá un tiempo más largo. La eternidad es una enorme máquina indetenible que destruye todo a su paso. Sí, el tiempo lo borra todo, pero también acaba con aquello sobre lo que se escribió y con aquel que lo escribió.

       A veces soñamos con la inmortalidad, con trascender en la sociedad. Con nunca ser olvidados. Pero sueños así solo prolongan lo inevitable y, además, no lo prolongan de forma perceptible. ¿Qué tanto podremos trascender? ¿Cien años? ¿Mil? ¿Diez mil? ¿Cien mil? ¿Un millón? Si acaso la humanidad llegara a durar tanto, ¿Quién podría interesarse por lo que pasó durante 70 años hace un millón de años? (suponiendo que hubiese forma de saberlo). Tarde o temprano, por más Platón, Einstein, Darwin o Pitágoras que seamos, la historia nos olvidará. Ni siquiera la humanidad durará para siempre. A veces, en mis momentos de locura, pienso que por eso le tememos a la muerte, porque nos recuerda lo que somos: nada.

       Entonces ¿Cuál es el valor de la vida? Recordemos el problema de las escalas; aquel punto que lo es todo en cuanto es un punto. No hay nada que forme parte de un punto que no esté en él. Un punto es una pequeña totalidad, en este sentido, también lo es un instante. También hay otro argumento más globalizador, recordemos que ni los puntos ni los instantes existen, todo forma parte de una sola unidad. James Gleick dijo sobre los fractales:

Es difícil romper el habito de pensar sobre las cosas en términos de que tan grandes son y que tanto duran. Pero […], para algunos elementos de la naturaleza, buscar una escala característica se vuelve una distracción.[…] Las categorías despistan. Los extremos de un continuo forman una sola pieza con los del  centro.

(Un fractal es una estructura compleja en distintas escalas). 
       
      Hemos concluido que un instante es “nada sin dejar de ser algo”. Nosotros solo somos un punto en una línea que avanza infinitamente, eventualmente dejaremos de existir. El valor de la vida no se encuentra en ser nada, sino en que es algo. En que sucede. Y la mejor manera de disfrutarla es compartiendo nuestra efimeridad con las demás personas. Sagan dedicaba a su esposa su libro Cosmos con la siguiente frase: "En la vastitud del espacio y en la inmensidad del tiempo mi alegría es compartir un planeta y una época con Annie".

       Pasarla bien en soledad es, también, esencial para disfrutar la vida, para ello es necesario aceptarse a uno mismo. "Moriré y me olvidarán". Ese es, para mí, el primer paso para lograrlo.

       Pero quizá Pessoa sea el que mejor ha podido expresar la maravilla en la efímeridad:
El Valor de las cosas no está en el tiempo que ellas duran, sino en la intensidad con que suceden. Por eso existen momentos inolvidables, cosas inexplicable y personas incomparables.

------------
Lecturas recomendadas:
-Lean a Fernadno Pessoa.

domingo, 9 de octubre de 2011

¿Por qué Pokémon es del diablo?

Pokémon es del diablo”. Innumerables veces  escuché esa leyenda durante mi infancia. “Pikachu tiene ojos rojos” decían (un simple vistazo a una foto de aquel pokémon y uno se convence de que sus ojos no son tintos, lo que demuestra que los defensores de esta ridícula teoría no se molestaban en enfrentar críticamente la información que obtenían). Aquellos que defendían esta teoría eran simples repetidoras que decían una y otra vez lo que “la autoridad” les había ordenado que pensasen. Incluso recuerdo que un amigo que había logrado completar la difícil tarea de coleccionar los 250 tazos de Pokémon que salían en las Sabritas, llegó un día triste y  afligido a la escuela buscando un hombro donde poder llorar sus penas, pues su madre, en un acto de Fe, tiro todos sus tazos a la basura… que desperdicio.
(Obsérvece que los ojos de Pikachu no son rojos)

      Siendo sinceros, decir que algo es del diablo es una actividad común que practican y han practicado durante varias generaciones algunas personas religiosas y muchas iglesias. Basta con pasearnos por la historia un rato y encontraremos que, aparentemente, casi todo lo que ha existido es obra del diablo: los comunistas, los paganos, Darwin y la evolución, los moros, los dioses y tradiciones de los indígenas americanos, los libros de Nietzsche, Sartre, Voltaire, las manzanas y las serpientes parlantes, nuestra condena a vivir en este mundo decadente, el postmodernismo, el modernismo, lo clásico, lo extranjero, los videojuegos, el metal (|m|). Bueno, creo que ya entendieron mi punto.

      ¿Por qué estoy escribiendo todo esto? Porque acabo de terminar de pasar el más reciente juego de Pokémon para Nintendo DS (las versiones Blak&White) y me quedé con un buen sabor de boca. Pero antes de abordar este tema, quisiera regresar un poco en el tiempo y explicar el origen de la poke-faramalla.

      Satoshi Tajiri era un niño que vivía en una comunidad rural cerca de Tokio (que hoy en día tiene de rural lo que lo que el PRI tiene de nuevo [nada]). Cómo cualquier niño del campo, tenía que encontrar su divertimento en aquello que la naturaleza le ofrecía por montones ¿Y qué otra cosa nos ofrece la naturaleza en mayores números que los insectos? Así es, Tajiri y sus amigos pasaban las tardes recolectando insectos y armando sus colecciones para intercambiarlos unos con otros al final del día, cuando los primeros rayos de sol se escondían en el poniente de la isla niponesa. Eventualmente el niño creció, se olvidó de recolectar insectos y encontró un gusto particular por los videojuegos, al grado que decidió dedicarse a ellos.

      Corría la primera mitad de los 90’s y Nintendo estaba buscando un juego insignia que le permitiera explotar al máximo las capacidades de interconexión alámbrica de su reciente consola portátil Gameboy. Justamente en este proceso fue cuando el gran Shigeru Miyamoto (el creador del legendario Mario y de La leyenda de Zelda) conoció al joven Tajiri, quién proponía hacer un juego que básicamente consistía en atrapar insectos, cuidarlos e intercambiarlos con los amigos para coleccionarlos a todos.

      Miyamoto vio el potencial en esta idea y tras hacerle unos pequeños retoques (cambiar los insectos por criaturas con poderes sobrenaturales, hacer que estas crezcan de niveles, agregarles “evoluciones” –que nada tienen que ver con la evolución biológica- e implementar la vieja fórmula usada en Zelda en la cual un chico común termina por ser el héroe que salva al mundo; agregar batallas, un gran número de objetos coleccionables, un mundo lleno de misterios y leyendas que crean una atmósfera capaz de atrapan la imaginación del jugador, una sensación de libertad, una complicada matemática que solo los jugadores experimentados y maduros comprenden… en fin, después de agregar todas aquellas cosas que solo a los verdaderos genios creativos como Miyamoto se les ocurren ) el juego fue lanzado al mercado.

      En este punto supongo que usted ya se habrá dado cuenta de que Pokémon, antes de ser una serie de anime, catorce películas y una marca con un valor de varios millones de dólares (se dice que es aún más valiosa que el propio Mario), es un videojuego. Pokémon fue pensado para ser un videojuego de consolas portátiles y es precisamente en este terreno en donde aún sobresale sobre sus competidores.

El Mensaje Moral
La nueva entrega del juego se puede encontrar en dos versiones distintas Black&White (Blanco y Negro) y no es de extrañar que tenga este nombre. El juego nos comunica un mensaje de tolerancia y respeto muy necesario en un mundo dividido por los choques culturales, los nacionalismos y los etnocentrismos.  La trama nos presenta un “villano”, de nombre N, que desea separar a la gente de los pokémon pues considera que los humanos solo los utilizamos como simples herramientas para realizar los trabajos pesados y para entretenernos. Tú, un joven entrenador que entabla una relación de amistad y cariño con tus pokémon, quieres detenerlo y demostrarle que las personas y los pokémon pueden establecer relaciones duraderas y estrechas entre ellos.
(Las carátulas de las ambas versiones Black&White, me recuerdan un poco al Yin-Yang)

     Para no hacerles el cuento más largo, resulta que N es un chico bueno, al igual que la mayor parte de sus seguidores, pero sus buenas intenciones han sido aprovechadas por un hombre ambicioso de poder que quiere gobernar sobre tu región y se aprovecha de la ideología de N y de sus bondad e ingenuidad para manipular a la gente y así llevar a cabo su plan de conquista disfrazado como una “revolución para liberar a los pokémon”. ¿Les suena parecida esta trama?

    Quisiera compartir con ustedes algunas frases interesantes que recolecté mientras pasaba este juego y que consideró proponen buenos temas de reflexión:

-“Existen tantas verdades e ideas como personas [y pokémon]”

-“Algunos dicen que las disputas surgen porque existen diferentes ideas, otros dicen que el mundo crece porque existen diferentes ideas. Yo creo que ambos tienen razón.”

-“No es mediante el rechazo de las ideas diferentes, sino mediante la aceptación de las ideas diferentes, que se crea una reacción química que es la verdadera fórmula para cambiar al mundo.”

-“Aun cuando no seamos capaces de entendernos unos a otros, no es razón suficiente para rechazarnos unos a otros.”

-“Existen dos lados para cada argumento.”

-“¿Acaso existe un punto de vista que contenga todas las respuestas? Piénsalo un rato”

Desde mi punto de vista, no hay forma de que un juego que nació con la idea del intercambio y el trabajo en equipo y con un mensaje de integración tan profundo y respetuoso como este sea considerado malévolo, suena más bien educativo. Pero, desde un punto de vista completamente contrario, si concluimos que las cosas del diablo son aquellas que cuestionan las verdades absolutas que aseguran tener las religiones y sus iglesias, que fomentan la libertad de pensamiento, la relatividad cultural y ponen en duda los viejos dogmas establecidos, entonces Pokémon, efectivamente, es del diablo.

“Piénsalo un rato”

domingo, 28 de agosto de 2011

El que trata sobre las hermosas vacas y el espejismo de pensar

¡Amo a las vacas! No sé a qué se deba. Tal vez sean sus colores y sus pelajes, o el hecho de que un animal tan grande sea tan dócil y tímido como el más dócil y tímido de los conejos. Tal vez sea que me siento identificado con ellas cuando huyen ante el avistamiento de una persona o animal desconocido, y cuando regresan curiosas a investigar una vez que se han percatado de que no representa un peligro. Puede ser que mi admiración hacia ellas se deba a la nostalgia que me produce la empatía cuando veo a un becerro encerrado en su corral esperando a que alguien le preste compañía. Probablemente sea porque me recuerdan tanto a mí, a nosotros. ¡Son tan humanas! O tal vez solo sea que me encanta la leche.

      Cualquiera que sea la razón, es un hecho que me encantan las vacas. Casi tan hecho como que una manzana sabe a manzana. Por eso no es de extrañar que cuando leí la palabra cow -vaca en inglés- en el título de un artículo, de la edición especial de la revista Discover sobre Evolución, lo haya devorado. (No literalmente, el papel sabe a papel, y detesto su sabor).

     El artículo plantea que estudiando los restos fósiles de nuestros antiguos antepasados humanos se ha descubierto que aparentemente los cazadores-recolectores tenían una esperanza de vida mayor en comparación con la de los primeros cultivadores. Aquellos que vivían de lo que cultivaban comenzaron a padecer más enfermedades digestivas y relacionadas con la dieta. Además, la sedentarización de la vida implicó un cambio drástico en la manera en que las sociedades se organizaban, sembrar es una tarea lenta y pesada que casi nadie quería (ni quiere) realizar.

     Basado en estas observaciones Lewis Binford propuso hace ya mucho tiempo (1970) que los seres humanos empezamos nuestra travesía en el cultivo no después de haber tenido un chispazo de inspiración divina, si no como consecuencia de la desesperación. Sembrar fue -según Binford- nuestra única opción viable en una época en que la comida que podíamos obtener mediante la recolección y la cacería escaseó. Las primeras plantas cultivables que sembramos tardaban mucho en crecer -si es que no morían-, sus frutos eran pequeños y escasos, y para colmo, nos caían pesados al estómago. En aquellas épocas, cuando se empezaron a amarrar los fuertes nudos que unen a los cultivadores con sus plantas, no solo nosotros cambiamos a las plantas (seleccionando aquellas que daban mejores frutos y crecían más rápido) si no que las plantas nos cambiaron a nosotros (seleccionando a aquellos que podían digerirlas mejor).

     Binford fue mal visto por sus colegas antropólogos, después de todo su hipótesis va en contra de la idea comúnmente aceptada del hombre sabio e iluminado conquistador de la naturaleza y creativo descubridor de nuevos horizontes. Pero nuevos estudios sobre el genoma humano* parecen haber encontrado pruebas que respaldan su punto de vista. Y es aquí cuando las vacas entran en juego.

     Los antepasados de las vacas, los uros, eran animales parecidos a ellas, pero sus dimensiones eran mayores. Los uros, al igual que las vacas modernas, tenían la capacidad de digerir la celulosa del pasto, cosa que cualquiera que haya comido una rica ensalada cesar de pasto sabe que los humanos no podemos hacer.

     En momentos de hambruna y de escasees nuestros antepasados se debieron de haber visto atraídos a probar un poco del abundante pasto que crecía en las praderas del norte de África. Por otro lado, los uros necesitaban pasto para subsistir, así que las selvas, los bosques y los desiertos eran fronteras naturales que impedían su expansión al rededor del globo.

     Probablemente se trataba de uno de los últimos días de otoño, cuando nuestros antepasados y los antepasados de las vacas contemplaban la frontera que divide el pastizal y el bosque, iluminada por los cálidos rayos del sol vespertino. Ese día se les cruzo a ambos por la mente una idea que cambiaría la forma en que sus descendientes habitarían el planeta. Ese día pactaron su mutua codependencia.

     Claro, probablemente el momento no fue tan emotivo. Los humanos antiguos se encontraban moribundos y desesperados por encontrar nuevas fuentes de alimento, y los uros veían imposibilitados sus malévolos planes para conquistar todos los rincones del planeta. De esta forma domesticamos a los uros, seleccionando a aquellos que producían más leche, que vivían cómodos en cautiverio y que eran más amigables. Pero la historia no termina ahí, existía todavía un problema: los seres humanos carecíamos de la habilidad para digerir la leche durante la adultez. Y es en este punto que las investigaciones recientes han realizado sus nuevos descubrimientos.

     Resulta que la mutación del gen europeo necesario para que los seres humanos podamos digerir la lactosa de la leche aconteció hace aproximadamente 10,000 años, nuestra estrecha relación con los uros se remonta a hace unos 9,000. También es importante señalar que es muy raro que las mutaciones de los genes se expandan rápidamente en las poblaciones, a menos que proporcionen una clara ventaja a sus portadores sobre aquellos que no los poseen. Y eso es exactamente lo que sucedió en aquella ocasión. El dichoso gen se propago a través de las poblaciones humanas que vivían con uros a velocidades extraordinarias, de tal forma que hoy en día la tasa de tolerantes a la lactosa en países que tradicionalmente han consumido leche, como en el caso de suiza en donde el 99% de la población porta este gen, es enorme. Por otro lado, en lugares como Tailandia, en donde el consumo de leche ha sido recientemente introducido, solo el 2% de la población lo posee.

    De esta forma queda claro que la relación entre humanos y vacas no es unilateral, con solo un lado alterando al otro. Las vacas han seleccionaron a aquellos humanos que eran más capaces de digerir el alimento que ellas producían, ellas también nos domesticaron.  

     Una vez más nuestra estrecha relación con la naturaleza queda remarcada, nosotros mismos somos parte de la naturaleza. Es decir ¡Somos tan naturales como una roca! Los humanos sufrimos de una grave tendencia hacia nuestra divinización, que yo llamo el espejismo de pensar. Queremos sentirnos superiores a los demás animales y cosas que nos rodean. Lo que hemos descubierto es que somos una más de las tantísimas cosas que hay en el universo. Nos jactamos de tener conciencia de nosotros mismos y de poder pensar. Pero ¿En serio el hecho de pensar nos hace superiores? Pensar es nuestra característica como la del águila volar, la del gato trepar y la del conejo decir “que hay de nuevo viejo”. Y desde luego, el águila no es el único animal que vuela, ni el gato el que trepa y ni el humano el que piensa. Pues muy seguramente las ballenas, los delfines, los monos y hasta las mismas vacas piensen. Solo que nos cuesta trabajo comunicarnos con ellos y nunca hemos querido aceptar nuestra humildad ni nos hemos tomado el tiempo para entablar con ellos profundas conversaciones.

      Alguna vez alguien me dijo que el peligro del estudiar el genoma humano es que en el proceso perderemos las cosas que nos identificaban como humanos. Desde mi punto de vista, lo único que perdemos son los egoístas errores sobre las cuales hemos definido el término humano.
(Imagen de una vaca curiosa ¡Es tan linda y tan parecida a mi!)

Termino con una frase del grupo de música español Mägo de Oz:
“Cuando los hombres escupen al suelo, se escupen a si mismos”.


-------------------------------------------------------------------------------------
* Investigación realizada por un profesor de la Universidad de Carolina del Norte llamado Rob Dunn y cuyos resultados se encuentran plasmados en un libro titulado “The wild life of our bodies: Predators, Parasites and Parters that Shape Who We Are Today” (Mi traducción tentativa del título es: La vida salvaje en nuestros cuerpos: Depredadores, Parásitos y Flora que Moldió lo que Somos Ahora”).