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sábado, 21 de noviembre de 2015

Un péndulo que lleva desde el siglo XVIII hasta el terrorismo de los últimos años


La corrupción de nuestros sentimientos morales se debe a la disposición de admirar al rico y poderoso y despreciar o rechazar a las personas de pobre condición[1].

Adam Smith.

Es sorprendente con cuanta frecuencia la crítica a un punto de vista extremo nos lleva a sostener alternativas completamente contrarias. Este error del razonamiento, al que podemos llamar el sesgo del péndulo, parece ser una condición de la razón humana con la que tenemos que aprender a lidiar a la hora de argumentar, pues todos somos propensos a ello. Se presenta recurrentemente en distintos ámbitos de la discusión humana, pero tiene un efecto particularmente poderoso cuando se trata de la discusión política y económica.

      Pensemos por ejemplo en la frase de Adam Smith que prologa este trabajo. Smith fue un filósofo británico del siglo XVIII a quien comúnmente se le atribuye ser el padre de la economía. Smith observó la manera en que los países de su tiempo producían riqueza y bienestar y se propuso encontrar las causas por las cuales algunas naciones tenían mayor éxito económico que otras. Su estudio lo llevó a concluir que los países que facilitaban el libre comercio, la libre empresa y disminuían el papel del Estado en la economía estaban creciendo más rápidamente. 

     Smith, por supuesto, era una persona de la Ilustración preocupada por favorecer el progreso material y moral de la sociedad. Para él la defensa del libre comercio solo tenía sentido en la medida en que contribuyera a elevar la calidad de vida de las personas. De ahí su famosa formulación según la cual en el mercado la búsqueda del interés particular llevaba a la consecución del interés general. Su idea fue verdaderamente sencilla y brillante, el interés personal del productor de naranjas lo incentiva a desplazar sus frutas desde un lejano valle hasta la ciudad en busca de compradores. Allí, la gente que busca satisfacer su antojo de azúcar compra unas cuantas. Todos salen ganando en esta maravillosa lógica, por eso Smith eligió describir al mercado como una mano invisible que sigilosamente organizaba la distribución y producción de bienes. Por supuesto, este panorama es demasiado idealizado y Smith rápidamente escala a analizar situaciones más complejas. Pero es fácil entender porque su obra maravilló a muchos políticos y sociólogos del siglo XIX que buscaron aplicar sus ideas.

      Alguna razón debió de haber tenido el británico pues en el siglo XIX la economía occidental creció a niveles nunca antes vistos en la historia. Creció tanto de hecho que pronto el mercado  llegó a ser mucho más grande e importante de lo que Smith pudo haber imaginado. Muchos factores nuevos alteraron rápidamente la manera de ser del mercado y pronto fue evidente para muchos que el Estado aún tenía que desempeñar un papel importante en la economía. El llamado efecto péndulo hizo que cobraran fuerza los movimientos anticapitalistas que en la derecha llevaron a los fascismos y en la izquierda al comunismo soviético. La misma oscilación pudo haber llevado a la radicalización de la postura librecambista, sin embargo, al colapso de la bolsa en 1929 se sumó el éxito industrial que estaban adquiriendo rápidamente la URSS y la Alemania Nazi y que presionó a los países tradicionalmente liberales como EEUU y Gran Bretaña a ceder a las presiones de los trabajadores e instaurar un Estado de Bienestar compatible con el capitalismo[2].

     El nuevo panorama hizo suponer a muchos que el librecambismo (que exigía la desaparición o reducción al mínimo del Estado en favor de los mercados) había desaparecido para siempre de la historia. Pero como sucede con frecuencia en el oficio de los videntes, se equivocaron. Una racha de años de estancamiento económico e inflación rampante en los años setentas y la desaparición de la URSS a principios de los noventas dieron un nuevo aire al liberalismo, que para ese entonces adoptó el muy original nombre de neoliberalismo.

      En consecuencia con lo anterior, el modelo neoliberal fue adoptado por el Fondo Monetario Internacional y por el Banco Mundial, instituciones que en los noventa empezaron a dar  préstamos a distintos países con la condición de que aplicaran medidas tales como la privatización de empresas estatales, la reducción drástica del gasto público y  el recorte de las prestaciones laborales y de la seguridad social. Las nuevas medidas detuvieron la inflación y reanudaron levemente el crecimiento económico[3]; pero también agudizaron las ya difíciles condiciones de vida de la población de menores recursos y contribuyeron a ampliar la brecha entre los ricos y los pobres. En este sentido Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía en el 2001, expresó que la globalización realizada con estándares neoliberales está contribuyendo a crear países ricos con población pobre[4].

       El problema del neoliberalismo es que el mercado no es un ente perfecto; podríamos decir que su mano invisible tiene párkinson severo. Para simplificar, reduciremos a dos causas el origen de su temblorina. En primer lugar, los mercados no son entes completamente racionales como los neoliberales creen, resuelven algunos problemas de distribución de bienes, es cierto, pero tienen un componente irracional que los hace peligrosos. Por ejemplo, muchos inversionistas basan sus decisiones no en los precios reales de las cosas sino en sus expectativas de cómo evolucionarán en el futuro, es decir, en adivinanzas que en el mejor de los casos son sensatas. Además, para que los mercados funcionen eficientemente necesitan que todos sus agentes cuenten con información perfecta e ilimitada; lo cual es a todas luces un panorama utópico.

       En segundo lugar, porque las empresas capitalistas no son hermanas de la caridad; están en el negocio para maximizar sus ganancias y esto implica que tienen fuertes incentivos para minimizar los salarios, reducir las prestaciones de seguridad social, evadir el pago de impuestos, invertir muy poco en investigación científica básica y prestar poca atención a la contaminación que generan. El objetivo de la política económica y social no es favorecer el surgimiento de los mercados porque los mercados sean cosas bonitas, sino solamente en la medida en que estos contribuyan al fin último que es mejorar la calidad de vida de todas las personas. Por eso a aquellas personas que pese a los hechos de las últimas décadas insisten en la bondad última de los mercados y en la reducción al mínimo de los Estados se les conocen como fundamentalistas del mercado.

       Ahora bien, debemos evitar la tentación del efecto péndulo que nos llevará a sostener que todo lo que tenga que ver con los mercados es algo malo (alguien dijo que la obra de Smith huele a odio, insolidaridad y muerte[5]); los mercados han resultado eficientes distribuyendo bienes y servicios por todo el mundo y facilitando el intercambio tecnológico y cultural entre los países, por ejemplo. Además sería arriesgado tirar un sistema completo a la basura si antes no damos con una alternativa realista, práctica y por lo tanto verdaderamente viable. Erradicar los mercados y dejar el papelón de distribuir todos los bienes al Estado no resultó muy bien para los países comunistas. Así pues, el Estado y la sociedad civil tienen una gran tarea por delante para mitigar el impacto negativo de los mercados y maximizar al mismo tiempo sus beneficios potenciales.

       Por ejemplo, es responsabilidad del Estado ofrecer un foro para la conciliación de demandas y conflictos entre particulares (y entre un particular y una instancia pública, y entre dos instancias públicas); mantener un ambiente abierto en el que puedan discutirse cuestiones políticas libremente; suministrar una variedad de bienes públicos, formas de seguridad social y bienes colectivos; fomentar la paz controlando los instrumentos de violencia; promover el desarrollo integral del ser humano a través de la educación y la defensa de los derechos humanos; intervenir en la economía proveyendo infraestructura y limitando la especulación financiera; luchar contra la corrupción y el clientelismo; distribuir la riqueza; proteger a las minorías; y muchas cosas más. Es claro entonces que el Estado tiene un papel muy importante que jugar en nuestra sociedad, si bien su poder siempre tiene que limitarse por medio de su división, de la instauración de instituciones democráticas y la presión de una sociedad civil organizada y que ejerza sus derechos.

       Debido a todo lo anterior, es difícil encontrar en la actualidad un país que adopte prácticas neoliberales radicales. Hoy en día prácticamente todas las economías del mundo son parcialmente mixtas, es decir, en parte están reguladas por los mercados y en parte por el Estado. Quizá lo más interesante es que distintos países han encontrado fórmulas muy diversas para hacer economías mixtas que funcionan relativamente bien. Esto nos ha enseñado que no hay una única manera positiva de organización social; varias vías pueden conducir a resultados deseables. Al mismo tiempo, también hemos aprendido que todas las instituciones humanas, incluso las mejores, son defectuosas y por lo tanto deben de incorporar mecanismos que permitan detectar y corregir esos errores; preferiblemente si son democráticos y dan voz y voto a los diferentes grupos sociales.

     Queda sin embargo un asunto pendiente en todo este tema; pues si bien el fundamentalismo de mercado ha sido forzado a replegarse en la política nacional, continúa rigiendo a nivel global. Esto repercute en la capacidad de los Estados-Nación para regular sus mercados locales y cumplir con sus obligaciones sociales. Por ejemplo, el gobierno de un país, sobre todo si es pobre, no puede hacer frente a multinacionales tan ricas que lo chantajean con llevarse su inversión a otro lado si sus leyes no se amoldan a su gusto. El mercado ha sido uno de los protagonistas de la globalización actual, pero no existen las instituciones mundiales que puedan hacerle frente a esa escala. El neoliberalismo, anclado a la globalización, es hoy uno de los principales factores generadores de pobreza y de desigualdad alrededor del mundo. Esto sin mencionar que el mercado mundial es en gran parte responsable de la catástrofe ambiental a la que potencialmente nos avecinamos como especie. Un mercado global necesita regulaciones globales.

       La escasa regulación de la economía internacional explica en parte porque la globalización ha estado acompañada del resurgimiento de los nacionalismos y de la agitación de los sentimientos xenofóbicos en muchos lados del mundo. Es cierto que en cierta medida este rechazo puede deberse también a las tendencias conservadoras que laten en el seno de casi todas las culturas humanas (las cuales casi por regla general suelen estar basadas en el tradicionalismo y la preservación del status quo). Pero tampoco es difícil entender porque alguien puede culpar a la globalización de sus problemas cuando ve que su llegada va acompañada del debilitamiento de las instituciones estatales, del crecimiento del desempleo y la pobreza, y el acaparamiento de la riqueza por una minoría.

       Sostengo, no obstante, que antes de caer víctimas del efecto péndulo y levantarnos en contra de la globalización, desechando en el acto subversivo todas sus desventajas pero también todo lo bueno que ésta conlleva (como el potencial para crear por primera vez en la historia una conciencia de que todos somos parte de una misma especie y que habitamos un frágil planeta[6]); nos tomemos el tiempo para reflexionar sobre los cambios que son necesarios para que la globalización funcione para la mayoría. Quiero abordar este tema en mi siguiente entrada. Como siempre, no existen soluciones perfectas ni sencillas, debemos estar dispuestos a sacrificar cosas, a fallar, a aprender de nuestros errores y a debatir democráticamente.

       Pero no parece que tengamos muchas opciones. Si no cambiamos la manera en que se está gestando la globalización, las únicas alternativas serán enclaustrarnos nuevamente en nuestros pequeños mundos nacionales o bien afrontar un proceso globalizador que se irá haciendo cada vez más duro, áspero y violento, y en el que catástrofes como las que en los últimos días han aquejado a rusos[7], libaneses[8], franceses[9] y malienses[10] se irán haciendo cada vez más comunes. Sin exonerar a sus perpetradores, lo cierto es que en estos sucesos la responsabilidad recae un poco en todos, aunque no seamos los culpables.


jueves, 17 de septiembre de 2015

Los verdaderos patriotas hacen preguntas.



Admito que nunca he cantado con orgullo el himno mexicano, ni he sido uno de esos patriotas que gritan con fervor el 16 de septiembre y que me importa un carajo la bandera nacional. Creo que esos símbolos, si bien dan cierto tipo de cohesión e identidad a la población, son una herramienta ideada por los gobiernos para acrecentar su poder de manipulación sobre nosotros "¡Tienes que morir por la patria!" Han exclamado varios "¡Los verdaderos patriotas obedecen!" Han continuado.  Pues no me parece. Creo que el patriotismo así formulado lleva a la formación de una sociedad manipulable, xenofóbica e incluso tal vez racista. 

      ¿Qué es para mí ser un patriota? Para mí un patriota es aquel que se preocupa por mejorar las condiciones de vida de las personas que comparten el mismo sistema jurídico en que vive. Es decir, que viven en su mismo Estado y bajo las mismas leyes. El verdadero patriota pues, es aquel que respeta la ley, que fomenta su respeto y su aplicación, y  que al mismo tiempo se preocupa por entablar discusiones racionales y legales con sus compatriotas para decidir que leyes es conveniente modificar en un momento dado, y cuáles no. Un patriota así entendido también es aquel que sabe que no lo sabe todo sobre la política y la vida social, y que por lo tanto está dispuesto a escuchar lo que los demás tienen que decirle. Es una persona crítica. 

      Toda buena crítica debe empezar por reconocer las cosas que le parecen acertadas y que considera pertinente conservar. Así, reconozco que en los últimos 20 años ha habido un movimiento en el país hacia la formación de un Estado Garante. Es decir, aquel que al menos tiene entre sus propósitos defender los derechos humanos y las libertades políticas (o el derecho a la no opresión política). Es también una forma de gobierno en la que se reconoce que no existen políticas buenas a priori, por lo que sabe que a menudo cometerá errores y que será necesario tener medios para detectarlos y corregirlos. Ciertamente no es un estado perfecto.

      En México, la transición hacia el Estado Garante se ha estancado desde hace ya varios años, y sé que es difícil que la población civil presione al gobierno cuando la Constitución que estipula sus derechos para hacerlo es poco respetada. El que la ley significa poco para los poderosos en nuestro país parece ser un hecho, esto lo ejemplifican los varios casos de corrupción en el gobierno y la impunidad vigente. Sólo por mencionar un caso, en Yucatán desaparecieron unos 110 millones de pesos durante la gestión de una gobernadora que estaban destinados a la construcción de un hospital en Tekax. Hoy en día el dinero sigue desaparecido, el hospital no existe y la persona que gobernaba es diputada de la República. No escribo a adrede el nombre de la mandataria pues, amparándose en un supuesto derecho al olvido, la clase política mexicana ha conseguido que el IFAI remueva de los buscadores, bajo solicitud previa,  las páginas de internet que mencionan sus nombres en situaciones poco cómodas. Y este es sólo un ejemplo de cientos. Sobra mencionar aquí el caso de la Casa Blanca que llegó a su fin de manera patética. 

      La corrupción y la impunidad son a mi juicio los dos grandes fenómenos que hoy en día se oponen a la consolidación del Estado Garante en México. Y estos factores no son sólo endémicos a la clase política. Recientemente en Mérida, Pemex descubrió que un empresario importante de la región le ponía etanol a la gasolina en las gasolineras de su propiedad. Este crimen amerita según la ley el retiro de la concesión a su propietario. Es cierto que el caso es reciente, pero nada parece indicar que se vayan a realizar los juicios pertinentes. El capitalismo en un sistema corrupto degenera en capitalismo clientelista, fenómeno que también interrumpe la formación de un estado garante en el país, la lucha contra la pobreza, la justa remuneración del trabajo y el cuidado del medio ambiente. 

      Lo que es aún peor, ante la adversidad ningún partido político parece tener el compromiso de luchar por un Estado dónde las leyes se respeten. Hasta la fecha, el PRI jamás ha sido ni revolucionario ni institucional. El PAN en el poder se ha mostrado muy tímido a la hora de castigar la corrupción y parece haber encontrado cierto gozo en participar de ella. La social democracia que supuestamente representa el PRD ha degenerado en un partido de sectas y clientelismo. Y ante el oscuro panorama, Morena ha hecho negocio vendiendo esperanza a la gente y un candidato presidencial que no se caracteriza por ser muy respetuoso de las instituciones, ni muy tolerante a la hora de juzgar a los que sostienen ideas políticas contrarias a la suya. No me parece entonces que exista ninguna opción viable en los partidos políticos para continuar el proceso de construcción del Estado Garante mexicano. 

Carl Sagan, de quien he tomado el título de esta entrada, escribió en una ocasión. 

[Thomas] Jefferson era un estudioso de la historia, no sólo la historia acomodaticia y segura que alaba nuestra propia época, país o grupo étnico, sino la historia real de los humanos reales, nuestras debilidades además de nuestras fuerzas. La historia le enseñó que los ricos y poderosos roban y oprimen si tienen la mínima oportunidad […] Enseñó que todo gobierno se degenera cuando se deja solos a los gobernantes, porque éstos –por mero hecho de gobernar- hacen mal uso de la confianza pública. El pueblo, en sí, decía, es la única fuente prudente de poder.
Pero le preocupaba que el pueblo –y el argumento se encuentra ya en Tucídides y Aristóteles- se dejase engañar fácilmente. Por eso defendía políticas de seguridad, de salvaguardia. Una era la separación constitucional de los poderes; de ese modo, varios grupos que defendieran sus propios intereses egoístas se equilibrarían unos a otros e impedirían que ninguno de ellos acabase con el país: las ramas ejecutiva, legislativa y judicial; la Cámara de Representantes y el Senado; los estados y el gobierno federal. También subrayó, apasionada y repetidamente, que era esencial que el pueblo entendiera los riegos y beneficios del gobierno, que se educara e implicara en el proceso político. Sin él, decía, los lobos lo engullirán todo.
        Cómo ya lo señalaba Jefferson, no es sorprendente entonces que las soluciones parezcan descansar en las manos de la sociedad civil organizada. Pero el camino por esta vía también es difícil. Hay que ser inteligentes. Manifestémonos, escribamos, critiquemos, ejerzamos nuestra ganada libertad de expresión, y defendámosla de los que desean vernos callados. Aprovechemos las puertas que el derecho internacional nos abre, como demuestra el caso de Ayotzinapa, el gobierno ha firmado una gama variada de tratados internacionales que lo comprometen a proteger los derechos humanos. Usemos estas vías. Para combatir la corrupción y la impunidad no debemos fomentar acciones personalistas venidas de un líder carismático, sino el respeto a las instituciones, a la ley y al derecho del juicio digno. Sí, lo admito, las vías legales son mucho más aburridas y menos espectaculares que las decisiones arbitrarias impulsadas por el movimiento del dedo índice de un presidente todo poderoso; pero hay que defender su uso pues ellas precisamente existen para protegernos de los líderes todos poderosos. En suma, hay que pasar lista de lo que hemos ganado y lo que no queremos perder antes de empezar cualquier camino de reforma. Hay que saber escuchar a nuestros críticos y, sobre todo, hay que ser críticos de nosotros mismos.