jueves, 17 de septiembre de 2015

Los verdaderos patriotas hacen preguntas.



Admito que nunca he cantado con orgullo el himno mexicano, ni he sido uno de esos patriotas que gritan con fervor el 16 de septiembre y que me importa un carajo la bandera nacional. Creo que esos símbolos, si bien dan cierto tipo de cohesión e identidad a la población, son una herramienta ideada por los gobiernos para acrecentar su poder de manipulación sobre nosotros "¡Tienes que morir por la patria!" Han exclamado varios "¡Los verdaderos patriotas obedecen!" Han continuado.  Pues no me parece. Creo que el patriotismo así formulado lleva a la formación de una sociedad manipulable, xenofóbica e incluso tal vez racista. 

      ¿Qué es para mí ser un patriota? Para mí un patriota es aquel que se preocupa por mejorar las condiciones de vida de las personas que comparten el mismo sistema jurídico en que vive. Es decir, que viven en su mismo Estado y bajo las mismas leyes. El verdadero patriota pues, es aquel que respeta la ley, que fomenta su respeto y su aplicación, y  que al mismo tiempo se preocupa por entablar discusiones racionales y legales con sus compatriotas para decidir que leyes es conveniente modificar en un momento dado, y cuáles no. Un patriota así entendido también es aquel que sabe que no lo sabe todo sobre la política y la vida social, y que por lo tanto está dispuesto a escuchar lo que los demás tienen que decirle. Es una persona crítica. 

      Toda buena crítica debe empezar por reconocer las cosas que le parecen acertadas y que considera pertinente conservar. Así, reconozco que en los últimos 20 años ha habido un movimiento en el país hacia la formación de un Estado Garante. Es decir, aquel que al menos tiene entre sus propósitos defender los derechos humanos y las libertades políticas (o el derecho a la no opresión política). Es también una forma de gobierno en la que se reconoce que no existen políticas buenas a priori, por lo que sabe que a menudo cometerá errores y que será necesario tener medios para detectarlos y corregirlos. Ciertamente no es un estado perfecto.

      En México, la transición hacia el Estado Garante se ha estancado desde hace ya varios años, y sé que es difícil que la población civil presione al gobierno cuando la Constitución que estipula sus derechos para hacerlo es poco respetada. El que la ley significa poco para los poderosos en nuestro país parece ser un hecho, esto lo ejemplifican los varios casos de corrupción en el gobierno y la impunidad vigente. Sólo por mencionar un caso, en Yucatán desaparecieron unos 110 millones de pesos durante la gestión de una gobernadora que estaban destinados a la construcción de un hospital en Tekax. Hoy en día el dinero sigue desaparecido, el hospital no existe y la persona que gobernaba es diputada de la República. No escribo a adrede el nombre de la mandataria pues, amparándose en un supuesto derecho al olvido, la clase política mexicana ha conseguido que el IFAI remueva de los buscadores, bajo solicitud previa,  las páginas de internet que mencionan sus nombres en situaciones poco cómodas. Y este es sólo un ejemplo de cientos. Sobra mencionar aquí el caso de la Casa Blanca que llegó a su fin de manera patética. 

      La corrupción y la impunidad son a mi juicio los dos grandes fenómenos que hoy en día se oponen a la consolidación del Estado Garante en México. Y estos factores no son sólo endémicos a la clase política. Recientemente en Mérida, Pemex descubrió que un empresario importante de la región le ponía etanol a la gasolina en las gasolineras de su propiedad. Este crimen amerita según la ley el retiro de la concesión a su propietario. Es cierto que el caso es reciente, pero nada parece indicar que se vayan a realizar los juicios pertinentes. El capitalismo en un sistema corrupto degenera en capitalismo clientelista, fenómeno que también interrumpe la formación de un estado garante en el país, la lucha contra la pobreza, la justa remuneración del trabajo y el cuidado del medio ambiente. 

      Lo que es aún peor, ante la adversidad ningún partido político parece tener el compromiso de luchar por un Estado dónde las leyes se respeten. Hasta la fecha, el PRI jamás ha sido ni revolucionario ni institucional. El PAN en el poder se ha mostrado muy tímido a la hora de castigar la corrupción y parece haber encontrado cierto gozo en participar de ella. La social democracia que supuestamente representa el PRD ha degenerado en un partido de sectas y clientelismo. Y ante el oscuro panorama, Morena ha hecho negocio vendiendo esperanza a la gente y un candidato presidencial que no se caracteriza por ser muy respetuoso de las instituciones, ni muy tolerante a la hora de juzgar a los que sostienen ideas políticas contrarias a la suya. No me parece entonces que exista ninguna opción viable en los partidos políticos para continuar el proceso de construcción del Estado Garante mexicano. 

Carl Sagan, de quien he tomado el título de esta entrada, escribió en una ocasión. 

[Thomas] Jefferson era un estudioso de la historia, no sólo la historia acomodaticia y segura que alaba nuestra propia época, país o grupo étnico, sino la historia real de los humanos reales, nuestras debilidades además de nuestras fuerzas. La historia le enseñó que los ricos y poderosos roban y oprimen si tienen la mínima oportunidad […] Enseñó que todo gobierno se degenera cuando se deja solos a los gobernantes, porque éstos –por mero hecho de gobernar- hacen mal uso de la confianza pública. El pueblo, en sí, decía, es la única fuente prudente de poder.
Pero le preocupaba que el pueblo –y el argumento se encuentra ya en Tucídides y Aristóteles- se dejase engañar fácilmente. Por eso defendía políticas de seguridad, de salvaguardia. Una era la separación constitucional de los poderes; de ese modo, varios grupos que defendieran sus propios intereses egoístas se equilibrarían unos a otros e impedirían que ninguno de ellos acabase con el país: las ramas ejecutiva, legislativa y judicial; la Cámara de Representantes y el Senado; los estados y el gobierno federal. También subrayó, apasionada y repetidamente, que era esencial que el pueblo entendiera los riegos y beneficios del gobierno, que se educara e implicara en el proceso político. Sin él, decía, los lobos lo engullirán todo.
        Cómo ya lo señalaba Jefferson, no es sorprendente entonces que las soluciones parezcan descansar en las manos de la sociedad civil organizada. Pero el camino por esta vía también es difícil. Hay que ser inteligentes. Manifestémonos, escribamos, critiquemos, ejerzamos nuestra ganada libertad de expresión, y defendámosla de los que desean vernos callados. Aprovechemos las puertas que el derecho internacional nos abre, como demuestra el caso de Ayotzinapa, el gobierno ha firmado una gama variada de tratados internacionales que lo comprometen a proteger los derechos humanos. Usemos estas vías. Para combatir la corrupción y la impunidad no debemos fomentar acciones personalistas venidas de un líder carismático, sino el respeto a las instituciones, a la ley y al derecho del juicio digno. Sí, lo admito, las vías legales son mucho más aburridas y menos espectaculares que las decisiones arbitrarias impulsadas por el movimiento del dedo índice de un presidente todo poderoso; pero hay que defender su uso pues ellas precisamente existen para protegernos de los líderes todos poderosos. En suma, hay que pasar lista de lo que hemos ganado y lo que no queremos perder antes de empezar cualquier camino de reforma. Hay que saber escuchar a nuestros críticos y, sobre todo, hay que ser críticos de nosotros mismos.

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