“Dentro de miles de millones de milenios después de la explosión, una salamandra triunfal […], será quizás coronada como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende […] que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy. […] propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria capaz e sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga saber […] quienes fueron los culpables de nuestro desastre y cuan sordos se hicieron ante nuestros clamores […] y con que inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo”. -Gabriel García Márquez.
Las ruinas de las sociedades pasadas son los huesos carnosos que nos enseñan, de la manera más tétrica, los precios del progreso mal administrado; desde los
cazadores recolectores de antaño que perfeccionan sus métodos de caza hasta
acabar con sus presas, creando así las condiciones para el desesperado origen de la agricultura que
trajo consigo sociedades más complejas y jerarquizadas que dieron origen a las
primeras civilizaciones; nos describen la caída de sociedades pequeñas (como
aquella de los habitantes de la isla de pascua) hasta el estrepitoso declive de
algunas de las civilizaciones más desarrolladas que han habido en el planeta, como la Romana o
la Maya. Tal es el drama que se desarrolla en las líneas de la obra de Ronald Wright Breve Historia del Progreso.
Cabe
hacerse al respecto las siguientes preguntas: ¿Toda civilización está condenada al fracaso?
¿La nuestra tiene oportunidad de triunfar donde otras no lo hicieron? ¿O
debemos resignarnos, como sugiere García Márquez, a aventar una botella cósmica
a las silenciosas aguas del tiempo y el espacio con la esperanza ingenua de que
nuestras advertencias, que no sirvieron para salvarnos a nosotros mismos, harán
entrar en razón a alguna otra civilización que la encuentre?
La
historia nos puede enseñar valiosas lecciones. Nos confiesa, si es interrogada
adecuadamente, cual es nuestro origen, porque tendemos a pensar de la forma en
que lo hacemos y la razón por la cual nuestra sociedad se organiza de la manera
en que lo hace. Pero lo hermoso de la mente humana es que al conocerse a sí
misma también recibe las herramientas para cambiarse. Tal vez es ese el mayor
de los favores que puede hacernos la historia: Cuando escuchamos sus
confesiones con oídos honestos, sus relatos tiene el potencial de cambiarnos a
nosotros mismos.
Aprender
de la historia desde el punto de vista expresado subliminálmente en el párrafo anterior es mucho más que “evitar repetir los errores de pasado”
como antiguamente se pensaba. El problema de aquella antigua manera de pensar
sobre el conocimiento histórico radicaba en que entendía a este tipo de
conocimiento como un conjunto de datos recopilados con la finalidad de curar
los males de la sociedad, sin entender como debían aplicarse. Como si fuese la base de datos de un
antivirus de computadora, que tiene el potencial de purgar a nuestro aparato de
los males que lo agobian. Pero, la información, por si sola no es capaz de
hacer nada. La base de datos solo funciona cuando tenemos descargado un antivirus que le saque provecho. Una historia científica, que desprecia a las autoridades, no puede
enseñar dogmáticamente datos. El conocimiento histórico, como ahora lo
comprendemos, como interpretaciones de ideas y pensamientos, nos hace entender porque nuestros antepasados actuaron
de la manera en que lo hicieron, que pensaron que hacían y que pensaban que
iban a obtener a partir de ese actuar. Y una vez que comprendemos a nuestros
antepasados somos capaces de decidir mejor que es lo que nosotros deseamos para el
aquí y el ahora. En pocas palabras, la historia no nos enseña a no repetir los
mismos errores del pasado, sino que nos permite evaluar las circunstancias actuales,
sus orígenes y sus semejanzas con otras pasadas; nos enseña sobre las probables
consecuencias de nuestro actuar y nos brinda la posibilidad de elegir si
queremos, o no, afrontar dichas consecuencias.
Por
supuesto que esta es solo una manera de concebir la historia. Otras personas en
el pasado – e incluso en el presente – han visto a la historia a través de
cristales de distintos matices. Tucídides, por ejemplo, pensaba que lo
importante de la historia no eran los hechos concretos, sino encontrar la esencia de la circunstancia, es decir su componente de carácter universal.
Bajo este concepto de historia él no se preocupó por haber alterado los
diálogos y algunos hechos de los acontecimientos que investigaba. Para Fietche
la historia era una lucha constante entre opuestos que necesariamente
desembocaba en la producción de una nueva circunstancia, que a su vez generaba
un nuevo opuesto para continuar el ciclo. Marx, por su parte, pensaba que el
desarrollo de la civilización seguía un orden, de alguna manera predeterminado,
hacia la sociedad socialista. El alemán Spence, concebía a las sociedades como
organismos vivos aislados e independientes que evolucionaban de manera
progresiva (pues en el siglo XIX, en el que él vivió, esta era la manera en que
se entendía la evolución natural). Sin embargo, todas aquellas teorías, no
obstante ser cautivadoras, hermosas y frutos de grandes ingenios, han resultado
ser erróneas. Principalmente por el hecho de que fallan en explicar porque
distintas sociedades se desarrollan de maneras diferentes; pero además, porque en
aquellas teorías deterministas de la historia el libre albedrío humano queda eliminado por completo de la ecuación. Todo lo que queda de él se recarga en su totalidad en el lado del
historiador, quien lo usa para crear modelos que intentan explicar los procesos
históricos.
Los
humanos y nuestras sociedades somos el producto de nuestro actuar acumulado. Como humanos, experimentamos, sentimientos hambre, nos reproducimos y hacemos muchas cosas más que la naturaleza
nos impone, tal como cualquier otro ser vivo. Además, nos comunicamos, nos
agrupamos y nos jerarquizamos, en mayor o menor medida, como cualquier otro
animal social. Por eso, tanto nuestro actuar como la historia, que es su
producto, están sujetos a la coercividad de los procesos naturales. Pero, al
menos nuestra historia no se queda aquí, porque, como hemos descubierto,
también somos seres libres. Nuestra libertad tal vez sea producto de nuestra
autoconciencia histórica o bien puede tener otros orígenes que desconozco, pero
cualquiera que haya tenido la dicha de elegir entre dos o más opciones, entre
dos o más posibles comportamientos, la ha experimentado. Nuestro desarrollo
histórico vive de este balance entre libertad y naturaleza que nos compone.
Esto nos lleva
necesariamente a concluir que la libertad juega un papel significativo en el
desarrollo de la historia humana. Porque al ser la libertad un componente de
nuestras actividades, la historia no puede librarse de su yugo. También podemos
encontrar rastros de libertad en el conocimiento histórico cuando analizamos al historiador,
que elige su problema de investigación y los lugares en donde buscará las
pruebas históricas, así como cuando selecciona de estas aquellas que le parecen
responden a la pregunta que se hizo al comenzar su investigación. El hecho de que al menos una parte de
nuestro ser sea intrínsecamente libre es lo que nos da la capacidad de hacer
cosas novedosas y la razón por la cual no se han encontrado leyes históricas
ajenas a cualquier proceso histórico. Y es precisamente en esta libertad que
poseemos sobre nuestro actuar donde yacen ocultas nuestras oportunidades para
superar la actual crisis global.
Sin embargo, tanto optimismo en nuestras capacidades para
decidir nuestro futuro puede ser peligroso, no somos ni tan inteligentes ni tan poderosos como nos creemos. Tal vez es cierto lo que dicen algunos y no haya formula para solucionar
la actual crisis de nuestra civilización, tal vez pronto acabaremos con nuestro medio ambiente y con nosotros mismos. En ese caso probablemente deberíamos
seguir los consejos de García Márquez y fabricar un arca de la memoria; o, en
una de esas, lo mejor sea pasar nuestros últimos años parrandeando o
flagelándonos día y noche hasta que llegue el fin. Pero dudo mucho que aquellas
sean las mejores opciones. Me parece que es mejor morir sabiendo que se intentó
hacer algo para evitar la muerte, que con la incertidumbre de que se pudo haber
actuado de alguna forma para prevenirla. Aun cuando pensemos que no tenemos posibilidades de salvarnos a
nosotros mismos, no es esta razón para abrazar el quietismo, porque nuestra
experiencia, tanto histórica como vivencial, nos ha demostrado que siempre
podemos estar equivocados. En el peór de los casos, siempre se tendrá la opción
de “actuar sin esperanzas” como decía Jean Paul Sartre. Al menos así se muere
con la conciencia tranquila.
Les
contaré ahora la trama de uno de los mejores capítulos de televisión que he
visto, porque esta estrechamente relacionada con el tema en cuestión. Se trata de
un episodio de la serie Futurama titulado El
Difunto Philip J. Fry. En este capítulo el profesor Hubert crea una máquina
del tiempo que solo es capaz de viajar hacia el futuro (es importante señalar
que la serie se sitúa ubicada temporalmente en el año 3000 después de nuestra era).
Ante la duda de los viajeros de como le harán para regresar a su época tras
visitar el futuro, el profesor responde que viajarán hacia adelante en el
tiempo hasta que se haya inventado una máquina capaz de regresarlos. Con esta
idea en mente, se aventuran en su viaje temporal. Cuando llegan al año 4000
descubren, melancólicos, que la civilización se había aniquilado a si misma
hace ya muchos siglos. Ante las ruinas de la estatua de la libertad Fry llora a
la humanidad. Junto a ella, yacen las ruinas de estatuas de una civilización de
simios, una de aves y una de gusanos. Todas ellas nos habían sucedido y, como
nosotros, habían perecido ante la enfermedad de su propia existencia.
No
obstante esta tragedia, el capítulo aún no termina. Nuestros viajeros se
aventuran nuevamente al futuro para encontrar que los sobrevivientes de la
humanidad ahora vivían en una especie de nueva edad media. Esperanzados,
continúan su paseo por el futuro en busca de un medio de transporte hacia él
pasado. Después de visitar numerosas edades medias, utopías, deutopías,
sociedades completamente femeninas y otras esclavizadas por robots, nuestros
compañeros llegan al año mil millones. Para este momento, el sol, hinchado en
el comienzo de la etapa final de su vida, ya había secado los mares de la
tierra y todos los seres vivos de ella habían perecido. Los seres humanos,
condenados por nuestra propia ignorancia, nuestro egoísmo y nuestra arrogancia,
habíamos desaparecido hacía ya mucho tiempo sin inventar jamás la máquina para
regresar en el tiempo.
La
lección que encuentro es clara: No dejes nunca el presente en busca del progreso,
porque el progreso no llueve de los cielos, sino que lo hacemos nosotros
mismos. Y en el momento en que nos olvidamos de los sacrificios y las arduas
labores que hemos realizado para conseguirlo e ignoramos las responsabilidades
que este acarrea; en el instante en que nos olvidamos del esfuerzo que es
necesario para mantener nuestros nuevos logros, en ese mismo momento soltamos
el volante de nuestra nave intergaláctica que, fuera de control, se dirige a un
agujero negro. O tal vez, cómodos como estamos en la cabina de la nave,
decidimos acelerar a fondo, sobrecargando los motores nucleares y muriendo
todos en una colorida explosión de radiación y partículas energéticas.
Ahora
bien, como me temo que pueda estar empezando a dar vueltas alrededor de los
mismos pensamientos, empezaré la conclusión de este ensayo.
Si
hay esperanzas para esta civilización es algo que desconozco por completo, porque
sobrepasa mis capacidades cognoscitivas. Tal vez hace tiempo que soltamos el
timón de esta nave y rebasamos el horizonte de eventos del agujero negro. Puede
ser que la incompetencia de nuestros gobernantes, su ignorancia y su avaricia
nunca desaparecerán. Es posible que tampoco cambien las conciencias de las más
de siete mil millones de personas que habitamos este mundo y cuya colaboración
es necesaria para salvar a esta civilización y a nosotras mismas.
Probablemente, la sociedad civil nunca se organice y tome en sus manos las
riendas del cambio, excepto cuando ya sea demasiado tarde y nuestra unión solo
sirva para hacer revueltas y destruir más rápidamente lo poco que quede de
nuestra civilización y de nosotros mismos. Pero hay cosas que podemos hacer,
como decía Voltaire “il faut cultiver
notre jardin” (“hay que cultivar nuestra parcela”). Lo que Voltaire probablemente
haya querido expresar es que cada quien tiene que hacerse responsable de lo que
le toca, de lo que está dentro de sus posibilidades.
Nuestra
obligación como historiadores, como investigadores en general, como los
privilegiados portadores y productores del conocimiento que nuestra sociedad ha
acumulado sobre sí misma y sobre la naturaleza a costa de duras y costosas
inquisiciones, es divulgar este conocimiento, ponerlo a disposición de los que
lo soliciten y hacerle saber a la sociedad que el conocimiento existe y que está
a su disposición. Este esfuerzo debe de ser realizado con la esperanza de que
la ignorancia y el desconocimiento de nosotros mismos no sea los culpables de
llevarnos a la perdición. Esta labor que nos corresponde realizar la expresó
muy bien García Márquez cuando dijo que “la idea de que la ciencia solo
concierne a los científicos es tan anticientífica como pretender que la poesía
solo concierne a los poetas”.
La importancia de esta labor es inmensa, como Carl Sagan nos explica: “Hemos
preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales […]
dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las
cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una
garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada, pero, antes o
después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la
cara”.
Pero enseñar las
ciencias no consiste solamente en explicar sus conocimientos, porque de esta
manera solo se alimenta la credulidad y el dogmatismo, que son, a todas luces,
contrarios a ella. “Si nos limitamos a mostrar los descubrimientos y productos
de la ciencia […] sin comunicar su método crítico, ¿cómo puede distinguir el
ciudadano promedio entre ciencia y pseudociencia? Ambas se presentan como
afirmaciones sin fundamento. […] El método, aunque sea indigesto y espeso, es
mucho más importante que los descubrimientos de la ciencia”.
Sé
que estoy sonando demasiado optimista, pero este efecto se debe más a las
palabras escritas que a mi pensamiento. Al realizar esta labor no hay que
cometer la que Massimo Pigliucci llama “falacia racionalista”, la cual consiste
en creer que solo por explicarles a las personas algo de manera clara ellas te
escucharán y te creerán. La triste verdad es que lo más probable es que la
enorme mayoría de las personas no nos presten atención a los divulgadores aun
cuando les hablemos de la mejor manera posible. Pero este hecho no es rezón
suficiente para abstenernos de realizar nuestra obligación social. En palabras
de Sartre: “No es necesario tener esperanzas para obrar […]No sé nada; solo sé que haré todo lo que esté
en mi poder […] fuera de esto, no puedo contar con nada”.
En pocas palabras, no importa si mis acciones para salvar el mundo pasen
completamente desapercibidas, lo importante es que hice lo que me correspondía
hacer. Que el resto de las personas se arregle con su conciencia como quiera. Esta
resolución puede sonar un poco deprimente y desesperanzadora, pero es la mejor
alternativa que he podido encontrar.
Al final de su libro Wright concluye
que “La gran ventaja que tenemos, y nuestra posibilidad de evitar el destino de
las sociedades del pasado, es que nosotros sabemos lo que ocurrió con ellas.
Podemos ver como y por qué acabaron mal. El homo sapiens dispone de información
para saber lo que él mismo es: un cazador de la era glaciar, evolucionado a
medias hacia la inteligencia, astuto pero raramente sabio”.
Y coincido enteramente con él. Pero de nada sirve que una pequeña cúpula de presuntos
intelectuales sepa esto si la mayor parte del pueblo lo ignora por completo. Los
hombres de ciencia y filosofía han faltado antes a su cita con su sociedad. Y
aunque es posible que esta vez nadie este dispuesto a prestarnos atención. ¿Qué
otra opción tenemos? Negarlo todo o llorar y cruzarnos de brazos, sentarnos a
mirar como desaparece nuestra civilización.
Claro, en el esfuerzo por evitar la muerte, no hay que olvidarnos de
vivir. Debemos hallar el balance entre sacrificio y disfrute. Definitivamente no
hay que prestar tanta atención a la diversión que en el proceso aplastemos a
las personas que nos rodean y desgastemos nuestro cuerpo prematuramente, pero
tampoco es aconsejable morir sin haber vivido. Es como el pensamiento crítico, tal
cual lo explica Sagan, ni tan cerrado a nuevas ideas como para no cambiar nunca
de opinión, ni tan abierto como para que se desparrame del cráneo el cerebro.
Encontrar el punto de equilibrio exacto entre disfrute y sacrificio no es algo
que se pueda hallar en un “manual del buen cosmopolita”, sino algo que cada
quien tiene que descubrir por si mismo. Actividad en la cual el verbo descubrir
connota una cierta dosis de invención. Tal como en la ciencia y la historia
misma.
Lecturas que recomiendo.
-García, Gabriel, Yo no vengo a decir un discurso,
Literatura Mondadori, Barcelona, 2010.
-Sagan, Carl, El Mundo y sus Demonios. La ciencia como una
luz en la oscuridad, Planeta, México, 2007.
-Sartre, Jean Paul, El Existencialismo es un Humanismo, EMU, México, 2008.
-Wright, Ronald, Breve Historia del Progreso ¿Hemos aprendido al fin las lecciones del pasado?, Tendencias, Barcelona, 2006.
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