lunes, 10 de diciembre de 2012

Sobre la espiritualidad en el materialismo y los simpáticos amigos plutonianos


Imaginemos que en Plutón habita una civilización de hormigas extraterrestres que ha logrado desarrollar  una técnica artística sorprendente. A ellas nunca les llamaron la atención la tecnología ni la ciencia, durante toda su historia solo se han dedicado al arte. Escriben poemas tan armoniosos que las obras de Pablo Neruda, José Espronceda y Sor Juana nos parecerían producto de fetos aún no paridos si las comparáramos. Sus pinturas son tan bellas que, de ser puestas a lado de las mejores de Rembrandt  y Giotto, estás últimas  parecerían más bien basura. Y su música, ¡Ni que hablar! Si la escuchásemos seguro mandaríamos quemar todas las partituras de Tchaikovsky, Bach y Mozzart; inservible escoria. 

            ¡Vaya que sería hermoso que esta civilización existiera! Si la encontráramos ¡Cuántas cosas tan bellas veríamos y oiríamos!, ¡Cuántas hermosas emociones nuevas experimentaríamos! Sin embargo, debido al relativo diminuto tamaño de nuestros simpáticos seres artistas y a que nunca desarrollarán tecnología suficiente como para crear radiotelescopios o cosas semejantes, la única manera de que podamos corroborar su existencia es yendo a Plutón y aparcando nuestra nave espacial junto a uno de sus hormigueros (obras maestras de la arquitectura galáctica, por cierto).

            Bien, entonces actualmente no tenemos medios para probar que esta civilización realmente exista (¡y a mi me encantaría que así fuese!), como tampoco tenemos medios para probar que no exista. ¿Vale la pena discutir sobre su existencia, puramente teórica? ¿Vale la pena dejar de producir arte, pues, de existir esta civilización, solo estaríamos desperdiciando nuestro tiempo? ¿Dejamos algo tan importante, como es el arte, en manos de una civilización que igual puede existir que no hacerlo? ¿Vale la pena invertir nuestros esfuerzos económicos, tecnológicos y sociales en llegar a Plutón para corroborar esta hipotética existencia? Plutón es una gran piedra, contra la cual no tengo ninguna mala opinión, y probablemente aprenderíamos cosas interesantes si la visitásemos aun a pesar de que sus hipotéticos habitantes resultaran no existir. Sin embargo, podríamos invertir ese dinero y esfuerzo en cosas más urgentes: como en proteger al medio ambiente, mejorar la educación, hacer más y mejores investigaciones, o incluso ir a otros planetas como Marte o Júpiter; que son mucho más llamativos que Plutón y en los cuales también podrían habitar civilizaciones muy exóticas  -para nosotros, claro- e interesantes.

            Yo no le doy muchas vueltas al asunto, hago mi vida de tal forma que no dependa de la existencia de los Plutonianos. Para mí, los Plutonianos bien pueden existir o no hacerlo. Si existen ¡Qué bien! Y si no, no me afecta. Cuando actuo en mi vida doy por supuesto que los Plutonianos no existen. Tal vez en algún lejano futuro prenda la tele y me entere, en las noticias, que los astronautas humanos llegaron a Plutón y se satisficieron con las hermosas obras de arte que allí vieron; pero mientras ese día no llegue, actuaré, viviré y pensaré como lo haría si los Plutonianos no existieran. Mi pensamiento acerca de la existencia de Dios es el mismo.

Dios puede existir o no existir. Si existe ¡Qué genial! Y si no, no me afecta. Al igual que con los Plutonianos; cuando actuó, vivo y pienso, doy por supuesto que Dios no existe; ningún dios. Y así, doy por supuesto que dios no existe cuando decido como actuar; doy por supuesto que dios no existe cuando decido como pensar; doy por supuesto que dios no existe cuando  vivo mis sentimientos; doy por supuesto que dios no existe, en fin, cuando hago mi vida. Entonces, aunque no pueda afirmar con absoluta certeza que ningún dios existe, ¿Cuál es la diferencia entre dar por supuesto que dios no existe al actuar, pensar, sentir y vivir, y no creer en dios? Ninguna práctica. Por eso soy una persona atea.

            Sin embargo, el que sea una persona atea no quiere decir que no experimente cierto tipo de espiritualidad. No me mal entiendan; tampoco creo en el alma, ni en las energías paranormales, ni en ninguna de esas especulaciones metafísicas. Para mí, la espiritualidad es algo de suma importancia -semejante al arte-, que no puede ser dejada en manos de un “tal vez, quien sabe”. La experimento cada vez que observo al universo y trato de imaginar lo enormemente vasto que es, es de una exorbitante envergadura tal que mi imaginación no se da abasto en la tarea; cada vez que trato de entender a las personas y nuestras sociedades; cada vez que pienso en los pequeños átomos y sus partículas viajando en el vacío...

En esos momentos, mientras lucho por intentar comprender la totalidad de las cosas, hay un instante en el que entiendo que yo soy parte de ella. Soy parte del universo.             Asomémonos por nuestras ventanas y miremos una estrella (sí es de día, eviten mirar el Sol); piensa en su enorme tamaño; sábete minúsculo en comparación con ella; piensa en toda la cantidad de átomos de hidrógeno que deben de estar chocando caóticamente en su interior; piensa en los millones de kilómetros que han  recorrido sus fotones de luz, para que en un minúsculo fragmento de instante entren en tu retina y exciten tus bastones y conos; piensa en todo el tiempo que les tomó recorrer esa distancia; piensa también en que los átomos de hidrógeno que fusiona son iguales a los que circulan en los glóbulos rojos de tu sangre, a los que componen las células de tu piel, iguales a los que forman parte de las neuronas de tu cerebro; células cerebrales que en estos momentos se comunican en patrones igual de caóticos a los de los átomos de hidrógeno chocando en el interior de la estrella; y de cuyos caóticos patrones de comunicación, nace tu pensamiento, tu identidad. Naces tú.

Piensa en las semejanzas que tienes con esa estrella, ambos están hechos de materia, ambos están sujetos a las mismas leyes naturales, ambos nacieron y ambos morirán, ambos son descomunalmente pequeños cuando se les compara con el universo... Después de todo, esa fría y distante estrella y tú resultaron tener muchas cosas en común. Cuando uno se da cuenta de que forma parte de todo, de que hay un continuo entre uno mismo, lo infinitamente pequeño y lo exorbitantemente grande; esa es para mí la experiencia espiritual.

            ¿Creo en algún ser superior? Creo en mi familia, creo en la sociedad que me rodea, creo en la humanidad, creo en los átomos y las galaxias, creo en la conciencia, creo en la vida, creo en la historia, creo en el futuro, creo en el tiempo, creo en que lo ignoro casi todo –sino es que todo-, creo en el universo.

            Para muchos estas creencias podrán sonar como cosas materiales [de hecho, lo son]; pero para mi, son las cosas en las que puedo creer, pues puedo probar su existencia. No las entiendo, y no creo nunca entenderlas cabalmente. Pero sé que están ahí. Las pruebas me lo corroboran. No se necesita entender algo para saber que existe; pero si se necesita probarlo.

            La vida es solo una breve iato de tiempo en nuestro estado permanente de rocas para contemplar el universo antes de volvernos piedras nuevamente. Reconozco que la realidad me rebasa, que ignoro por completo lo que en verdad es; que mí vida es fugaz y efímera; que lo que llamamos totalidad, nuestra vida, no es nada para los estándares universales; que el universo es cosmos, pero también es caos. Todas estas son cosas que me asombran, pero también me asustan. A este interesante y profundo sentimiento, atrapado en algún rincón del camino entre la fascinación y el terror, lo llamo el misterio de las cosas.

            Para mí, ésta es la espiritualidad; y no necesita de dioses ni de otros entes metafísicos para ser sentida. Solo requiere de materia y de las ideas y los sentimientos que ésta puede generar. En otras palabras: La espiritualidad se basta con lo que somos.