La fuerza y las ideas son dos de los principales
mecanismos que mantienen unidas a las sociedades y le procuran un gobierno
estable. Conocedores de esta máxima, nos han sido pocos en la historia los
gobiernos que justificaron su autoridad en la doctrina del Derecho Divino.
Según la cual la autoridad del rey (o similar) para gobernar su tertulio
proviene directamente de la deidad del pueblo en que cree su gente. Por
ejemplo, los reyes cristianos de Europa con bastante frecuencia intentaban presentarse como descendientes directos de
los primogénitos de Adán y Eva; quienes, suponían, habían recibido de su dios
la autoridad para gobernar sobre el resto de la humanidad. Así justificaban
ante su pueblo el que el poder político pudiera ser heredado de padres a
hijos.
Sorprenderá
a algunos enterarse que a lo largo de la Época Medieval no fueron escasos los
clérigos y teólogos que se opusieron a la idea del Derecho Divino. Este hecho, que
en primera instancia parece difícil de comprender, tiene una explicación muy
sencilla. Verán, la relación entre los reyes y los papas durante la Edad Media
y hasta el siglo XIX no fue del todo armoniosa. Por un lado, los papas, al ser
líderes de la Iglesia, eran los jefes supremos de la maquinaria de control
ideológico que justificaba ética y moralmente el orden social operante en
Europa (qué era fundamentalmente desigualitario); por el otro lado, los reyes
tenían el poder de las armas y generalmente poseía mejores relaciones con la
alta aristocracia de sus territorios. En esta tensa relación por momentos la
iglesia estuvo más cerca de imponerse, y por otros los ganadores parecían ser
los reyes. En el siglo XVI la Reforma Protestante y la aparición de distintas
iglesias nacionales vino a complicar el panorama.
El proceso varío mucho
entre los distintos países, pero podemos decir de manera muy general que hacia
la segunda mitad del siglo XVIII los reyes, concentradores de cada vez más
poder, fueron siendo capaces de disociar cada vez más y más el orden político
del orden divino. Quitándoles a las iglesias poco a poco las influencias sobre
sus rebaños.
Esto, por supuesto,
supuso un logro y a la vez una pérdida para los reyes. Una vez que el poder
civil se declaraba independiente del orden divino ¿qué quedaba entonces para justificar
que un grupo de personas heredaran el poder político a sus hijos? ¿Cómo
explicar que el simple hecho de haber nacido en una familia en vez de otra lo
exentase a uno del pago de impuestos y condenase al otro a no adquirir derecho
a obtener ciertos cargos políticos? Despojada de su Derecho Divino, la
aristocracia no pudo encontrar fuentes creíbles para legitimar la herencia de
su poder. Sus días estaban contados.
Por supuesto, la caída
de las monarquías hereditarias en Europa no fue ni sencilla, ni rápida, ni
meramente una cuestión ideológica, ni su divorcio de la fe en el siglo XVIII
algo definitivo. Todo el siglo XIX en Occidente estuvo marcado por la huella de
la lucha entre regalistas y republicanos, entre los proyectos conservadores y
los liberales. Pero hoy en día el principio del poder hereditario ha sido casi
por completo eliminado de la política Occidental (esperemos que esto continué).
En muchos lugares las
monarquías y las aristocracias han desaparecido o se han reducido a una reliquia
de los tiempos pasados. Es cierto que las cosas no han sido lindas y bonitas
desde entonces: los regímenes que las han sustituido no siempre han sido
ejemplos de buenos gobiernos, muchas repúblicas han caído en manos de
dictadores personales, de partidos políticos únicos o incluso de oligarquías
millonarias. Pero al menos el concepto según el cual el poder debe de ser
hereditario es algo que suena distante a muchas personas en la actualidad.
A muchos de nosotros el
principio del poder político hereditario nos parece una aberración, un producto
de una horripilante excreción mental, de una demencia pretérita que esperamos
haber dejado atrás. Pero rara vez nos detenemos a pensar en lo natural que nos
parece que el poder sobre las vidas de los demás que es resultado de la
acumulación de capital y de dinero pueda ser hereditario. Si no tomásemos el
tiempo para reflexionar el porque nos parece tan normal que la riqueza deba de ser heredada de padres a hijos,
entonces, probablemente, estaríamos en mejor posición para comprender como
pensaban los defensores de la herencia del trono, el cetro y la corona.
No tendremos que
sumergirnos mucho en el estudio del tema entes de descubrir que para las
personas de ataño el lazo que unía a un rey con su reino era muy parecido al de
la propiedad privada. El propietario de la tierra tiene varios derechos legales
importantes, uno muy importante es la capacidad de escoger a quienes se
quedarán con ella. La propiedad puede ser transmitida por herencia y estimamos
que el que ha heredado una finca tiene justo título a todos los privilegios que
esta le concede. En el fondo, la diferencia no es tan abismal.
Como señalaba el
filósofo Bertrand Russel hace medio siglo
“Es curioso que el repudio del principio hereditario en política no haya tenido casi ningún efecto en la esfera económica en los países democráticos. Todavía consideramos natural que un hombre deba dejar sus propiedades a sus hijos, es decir, aceptamos el principio hereditario en lo que se refiere al poder económico, mientras lo rechazamos respecto al poder político. Las dinastías políticas han desaparecido, pero las económicas persisten”.
Una idea muy difundida
en esta época sostiene que el éxito económico es consecuencia del mérito y del
trabajo propio. La idea no es del todo descabellada y cualquiera que la
defienda podrá citar incontables ejemplos de personas que han salido adelante
en la vida gracias al esfuerzo y al trabajo arduo. No obstante, al mismo tiempo
es un hecho innegable que existen en el mundo muchas personas que han
amalgamado riquezas sustanciales porque han tenido la suerte de nacer en una
familia con recursos económicos ¿Cuál de ambos será el caso más común? Quizá
exponernos a unas cuántas estadísticas arroje luz sobre la cuestión.
La tabla siguiente
muestra la desigualdad en la propiedad del capital en el tiempo y el espacio.
Siguiendo los estándares del economista francés Thomas Piketty, de cuyo libro El capital en el siglo XXI he tomado la
información, se ha clasificado a las clases sociales de acuerdo con su un
criterio basado en percentiles. El nombre es rimbombante, pero la idea es muy
sencilla: Piketty ha llamado “clase alta” al 10% de la población que más
capital acumula en una sociedad, “clase baja” al 50% de la población más pobre
en capital y “clase media” al restante 40% de las personas que existen entre
las clase baja y alta.
Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2 |
Lo que la tabla nos
dice es que en las sociedades más igualitarias de las que se tiene un registro
confiable (que son los países escandinavos en la década de los años 1970 a
1980) el 10% de los patrimonios más elevados (lo que aquí llamamos clase alta)
poseía alrededor del 50% de la riqueza nacional. En un grupo de diez personas
esto significaría que la persona más rica acapararía la mitad de la riqueza del
grupo. Llama la atención que una sociedad en la que 10% de la población
concentra más de la mitad de la riqueza pueda considerarse “igualitaria”, sin
embargo una sociedad como esta es más igualitaria que la que hay en la mayoría
de los países europeos de nuestra época y que en Estados Unidos. Países en
donde hoy la clase alta concentra entre el 60 y el 70% de la riqueza.
Lo más sorprendente es
que en todas las sociedades estudiadas por Piketty y sus colaboradores el 50%
de la población más pobre, la clase baja, no ha poseído nunca más del 10% de la
riqueza nacional y por lo general menos del 5%. Esto quiere decir que en
nuestra hipotética sociedad de diez personas, las 5 personas más pobres solo
tendrían entre el 10% y el 1% de la riqueza.
Ahora veamos los mismos
datos pero desde otra perspectiva. Supongamos el caso de una sociedad con una
desigualdad como la que opera ahora en Europa, y digamos que en ella el
patrimonio promedio para una persona es de 200,000 pesos. En dicha sociedad, si
la clase baja tiene el 5% de la riqueza, entonces la mitad de las personas del
país apenas tendrán un patrimonio de unos 20,000 pesos por individuo ¡Esto es
180,000 pesos menos que el promedio de la sociedad!
Por
otro lado, imaginemos que en la misma sociedad la llamada clase alta concentra
el 60% de la riqueza. Si esto sucediese (como de hecho sucede en Europa)
entonces por la manera en que funcionan los promedios descubriríamos que el 10%
de las personas más adineradas de dicho país tendrían en promedio un patrimonio
de 1.2 millones pesos. ¡Esto es un millón de pesos más que el promedio de la
población. La riqueza en realidad continúa acumulándose más severamente
mientras más alto subimos en la pirámide de población. De hecho el 1% de la
población tendrá en realidad un patrimonio de 5 millones de pesos.
Los números son
devastadores y deberían de preocupar a todo ciudadano informado, pero no tienen
por qué hacernos caer en la desesperación. Se podría estar peor y de hecho la
mayoría de las sociedades que han existido en la historia lo han estado. Por
ejemplo, hasta antes de la primera guerra mundial en Francia, el Reino Unido y
Suecia, el 10% de la población concentraba un poco más del 90% de la riqueza. Una
cifra sumamente dura.
Pese a los progresos,
es importante recordar que todo avance histórico es frágil y que puede perderse
si no se le da el cuidado necesario. En efecto, si concluyésemos este ensayo al
leer el párrafo anterior, podríamos pensar que las cosas no van tan mal. Que
seguramente la desigualdad ha estado reduciéndose de manera constante en los
últimos cien años. Lamentablemente este sería un error. Si bien es cierto que
la desigualdad en 1910 era mayor a la desigualdad de patrimonio en el 2010,
también es cierto que la desigualdad de patrimonio en el 2010 fue mayor de lo
que era en 1960. En los últimos 50 años se ha retrocedido un poco. Este es un
hecho que no debe de ser menospreciado por ningún motivo.
¿Por qué disminuyó la
desigualdad en la primera mitad del siglo XX y empezó a aumentar en la segunda
mitad? Las investigaciones de Piketty muestran que gran parte de la disminución
de la desigualdad en las sociedades occidentales a lo largo del siglo XX se
debió a una combinación de factores: a la alta tasa de crecimiento demográfico,
al alto grado de crecimiento económico (lo que disminuyó el papel de la
herencia) y al surgimiento de los gravámenes al capital y la herencia por parte
del estado social. Sin embargo, desde los años 80’s del siglo pasado la
desigualdad ha empezado a crecer en Europa y Estados Unidos debido principalmente
a la disminución de la tasa de crecimiento poblacional (lo cual en sí es un
hecho positivo, no hay ecosistema que aguante un crecimiento demográfico
ilimitado), a la desaceleración del crecimiento económico en los países
desarrollados y a la reducción de las tasas fiscales en buena parte del mundo. El
aumento en la desigualdad en las últimas décadas ha sido lento pero constante,
ha sido mucho más notable en EEUU y ha afectado sobre todo las oportunidades de
las generaciones más jóvenes. Está tendencia puede observarse en la gráfica
siguiente.
Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2 |
¿Por qué un menor
crecimiento económico favorece el crecimiento de la desigualdad? Sencillamente
porque el capital posé una propiedad oscura que le permite reproducirse a sí
mismo. La gente rica puede comprar
casas, terrenos, acciones de empresas y bonos de deuda pública que le
conferirán en el futuro una renta mensual o anual por el simple hecho de tener
propiedades. En una sociedad donde los rentistas ganan más que los
trabajadores, es inevitable que la desigualdad se exacerbe. De hecho la
situación se torna un tanto más preocupante cuando estudiamos el desarrollo de
la participación en el ingreso del 10% más rico.
Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2 |
Se calcula que en lo
que resta del siglo XXI el crecimiento económico mundial no será muy mayor al
1.5% anual. Lo cual es una garantía de
que, de no tomarse medidas políticas al respecto, la desigualdad seguirá
aumentando en el futuro próximo. Quizá hasta recuperar los niveles previos al
siglo XX.
Durante
el siglo XX el rápido crecimiento económico y demográfico propició una
disminución en la importancia de la herencia y de la renta y privilegió el
empoderamiento del ingreso debido al trabajo. Sin embargo, la vuelta del bajo
crecimiento económico y demográfico y la disminución de las cargas fiscales han
propiciado el retorno a un mundo donde la herencia está retomando la fuerza que
tenía en las sociedades pasadas. El siguiente gráfico de Pikkety muestran cómo
evolucionó la herencia en Francia a lo largo de los siglos XIX y XX y hace
algunas estimaciones sobre su futuro desarrollo.
¿Estamos condenados a vivir
en un mundo donde la herencia determinará casi por completo quien ostentará el
poder económico? Sin duda una sociedad donde esté prohibida la herencia sería
una píldora bastante difícil de digerir para la mayoría de las personas criadas
en la mentalidad contemporánea. Pero es indudable que es necesario tomar
medidas para evitar que el capital se siga reproduciendo en las manos de los
más ricos. Piketty recomienda al final de su monumental obra la aplicación de
un impuesto progresivo anual sobre el capital y uno más sobre las herencias y
donaciones en vida de los padres a sus sucesores. Al ser progresivo, el
impuesto se aplicaría con tasas bajas a aquellos patrimonios más pequeños, y
tasas considerablemente altas (del orden del 80% o mayores) para las riquezas 1%
de la población.
Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2 |
El camino para
conseguir tales regulaciones será áspero y duro, pero es difícil saber qué efectos
tendrá una desigualdad pronunciada sobre las democracias liberales
occidentales. Probablemente el surgimiento de la derecha radical en Europa, el
triunfo del Brexit y el éxito de Donald Trump en EEUU tenga algo que ver con el
aumento creciente de la desigualdad [1]. Es posible que si no hacemos algo por
minar la importancia de la herencia económica, los progresos democráticos y liberales
que se han conseguido en los últimos 200 años desaparezcan.
Es importante sacar una
lección de todo esto. Sí hoy la teoría del Derecho Divino nos parece una mala
broma o un ejemplo de la exorbitante imaginación humana, lo cierto es que nada
en nuestra naturaleza nos protege de creer semejantes barbaridades. Sí hoy la
idea de que los gobernantes puedan heredar el poder político nos parece
desagradable a la mayoría de nosotros, esto es una consecuencia del desarrollo
histórico de nuestra civilización y no de algún cambio intrínseco en la naturaleza
de la humanidad. Sí nos olvidamos de ello, corremos el riesgo de retomar
prácticas que hoy en día consideramos barbáricas y creemos que hemos dejado
atrás por completo. Quien sabe, tal vez las generaciones futuras al estudiar la
historia de nuestros días verán nuestra creencia en la herencia del capital
como una locura. De la misma manera en que nosotros juzgamos a los que
defendían tan pasionalmente el derecho de los reyes a heredar su trono, su
cetro y su corona.
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