martes, 12 de julio de 2016

El fin de la herencia



La fuerza y las ideas son dos de los principales mecanismos que mantienen unidas a las sociedades y le procuran un gobierno estable. Conocedores de esta máxima, nos han sido pocos en la historia los gobiernos que justificaron su autoridad en la doctrina del Derecho Divino. Según la cual la autoridad del rey (o similar) para gobernar su tertulio proviene directamente de la deidad del pueblo en que cree su gente. Por ejemplo, los reyes cristianos de Europa con bastante frecuencia intentaban  presentarse como descendientes directos de los primogénitos de Adán y Eva; quienes, suponían, habían recibido de su dios la autoridad para gobernar sobre el resto de la humanidad. Así justificaban ante su pueblo el que el poder político pudiera ser heredado de padres a hijos.  


            Sorprenderá a algunos enterarse que a lo largo de la Época Medieval no fueron escasos los clérigos y teólogos que se opusieron a la idea del Derecho Divino. Este hecho, que en primera instancia parece difícil de comprender, tiene una explicación muy sencilla. Verán, la relación entre los reyes y los papas durante la Edad Media y hasta el siglo XIX no fue del todo armoniosa. Por un lado, los papas, al ser líderes de la Iglesia, eran los jefes supremos de la maquinaria de control ideológico que justificaba ética y moralmente el orden social operante en Europa (qué era fundamentalmente desigualitario); por el otro lado, los reyes tenían el poder de las armas y generalmente poseía mejores relaciones con la alta aristocracia de sus territorios. En esta tensa relación por momentos la iglesia estuvo más cerca de imponerse, y por otros los ganadores parecían ser los reyes. En el siglo XVI la Reforma Protestante y la aparición de distintas iglesias nacionales vino a complicar el panorama.


El proceso varío mucho entre los distintos países, pero podemos decir de manera muy general que hacia la segunda mitad del siglo XVIII los reyes, concentradores de cada vez más poder, fueron siendo capaces de disociar cada vez más y más el orden político del orden divino. Quitándoles a las iglesias poco a poco las influencias sobre sus rebaños. 


Esto, por supuesto, supuso un logro y a la vez una pérdida para los reyes. Una vez que el poder civil se declaraba independiente del orden divino ¿qué quedaba entonces para justificar que un grupo de personas heredaran el poder político a sus hijos? ¿Cómo explicar que el simple hecho de haber nacido en una familia en vez de otra lo exentase a uno del pago de impuestos y condenase al otro a no adquirir derecho a obtener ciertos cargos políticos? Despojada de su Derecho Divino, la aristocracia no pudo encontrar fuentes creíbles para legitimar la herencia de su poder. Sus días estaban contados. 


Por supuesto, la caída de las monarquías hereditarias en Europa no fue ni sencilla, ni rápida, ni meramente una cuestión ideológica, ni su divorcio de la fe en el siglo XVIII algo definitivo. Todo el siglo XIX en Occidente estuvo marcado por la huella de la lucha entre regalistas y republicanos, entre los proyectos conservadores y los liberales. Pero hoy en día el principio del poder hereditario ha sido casi por completo eliminado de la política Occidental (esperemos que esto continué). 


En muchos lugares las monarquías y las aristocracias han desaparecido o se han reducido a una reliquia de los tiempos pasados. Es cierto que las cosas no han sido lindas y bonitas desde entonces: los regímenes que las han sustituido no siempre han sido ejemplos de buenos gobiernos, muchas repúblicas han caído en manos de dictadores personales, de partidos políticos únicos o incluso de oligarquías millonarias. Pero al menos el concepto según el cual el poder debe de ser hereditario es algo que suena distante a muchas personas en la actualidad. 


A muchos de nosotros el principio del poder político hereditario nos parece una aberración, un producto de una horripilante excreción mental, de una demencia pretérita que esperamos haber dejado atrás. Pero rara vez nos detenemos a pensar en lo natural que nos parece que el poder sobre las vidas de los demás que es resultado de la acumulación de capital y de dinero pueda ser hereditario. Si no tomásemos el tiempo para reflexionar el porque nos parece tan normal que la riqueza deba de ser heredada de padres a hijos, entonces, probablemente, estaríamos en mejor posición para comprender como pensaban los defensores de la herencia del trono, el cetro y la corona. 


No tendremos que sumergirnos mucho en el estudio del tema entes de descubrir que para las personas de ataño el lazo que unía a un rey con su reino era muy parecido al de la propiedad privada. El propietario de la tierra tiene varios derechos legales importantes, uno muy importante es la capacidad de escoger a quienes se quedarán con ella. La propiedad puede ser transmitida por herencia y estimamos que el que ha heredado una finca tiene justo título a todos los privilegios que esta le concede. En el fondo, la diferencia no es tan abismal.


Como señalaba el filósofo Bertrand Russel hace medio siglo 

“Es curioso que el repudio del principio hereditario en política no haya tenido casi ningún efecto en la esfera económica en los países democráticos.  Todavía consideramos natural que un hombre deba dejar sus propiedades a sus hijos, es decir, aceptamos el principio hereditario en lo que se refiere al poder económico, mientras lo rechazamos respecto al poder político.  Las dinastías políticas han desaparecido, pero las económicas persisten”.


Una idea muy difundida en esta época sostiene que el éxito económico es consecuencia del mérito y del trabajo propio. La idea no es del todo descabellada y cualquiera que la defienda podrá citar incontables ejemplos de personas que han salido adelante en la vida gracias al esfuerzo y al trabajo arduo. No obstante, al mismo tiempo es un hecho innegable que existen en el mundo muchas personas que han amalgamado riquezas sustanciales porque han tenido la suerte de nacer en una familia con recursos económicos ¿Cuál de ambos será el caso más común? Quizá exponernos a unas cuántas estadísticas arroje luz sobre la cuestión. 


La tabla siguiente muestra la desigualdad en la propiedad del capital en el tiempo y el espacio. Siguiendo los estándares del economista francés Thomas Piketty, de cuyo libro El capital en el siglo XXI he tomado la información, se ha clasificado a las clases sociales de acuerdo con su un criterio basado en percentiles. El nombre es rimbombante, pero la idea es muy sencilla: Piketty ha llamado “clase alta” al 10% de la población que más capital acumula en una sociedad, “clase baja” al 50% de la población más pobre en capital y “clase media” al restante 40% de las personas que existen entre las clase baja y alta.

Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2
Lo que la tabla nos dice es que en las sociedades más igualitarias de las que se tiene un registro confiable (que son los países escandinavos en la década de los años 1970 a 1980) el 10% de los patrimonios más elevados (lo que aquí llamamos clase alta) poseía alrededor del 50% de la riqueza nacional. En un grupo de diez personas esto significaría que la persona más rica acapararía la mitad de la riqueza del grupo. Llama la atención que una sociedad en la que 10% de la población concentra más de la mitad de la riqueza pueda considerarse “igualitaria”, sin embargo una sociedad como esta es más igualitaria que la que hay en la mayoría de los países europeos de nuestra época y que en Estados Unidos. Países en donde hoy la clase alta concentra entre el 60 y el 70% de la riqueza.
Lo más sorprendente es que en todas las sociedades estudiadas por Piketty y sus colaboradores el 50% de la población más pobre, la clase baja, no ha poseído nunca más del 10% de la riqueza nacional y por lo general menos del 5%. Esto quiere decir que en nuestra hipotética sociedad de diez personas, las 5 personas más pobres solo tendrían entre el 10% y el 1% de la riqueza. 


Ahora veamos los mismos datos pero desde otra perspectiva. Supongamos el caso de una sociedad con una desigualdad como la que opera ahora en Europa, y digamos que en ella el patrimonio promedio para una persona es de 200,000 pesos. En dicha sociedad, si la clase baja tiene el 5% de la riqueza, entonces la mitad de las personas del país apenas tendrán un patrimonio de unos 20,000 pesos por individuo ¡Esto es 180,000 pesos menos que el promedio de la sociedad!  


            Por otro lado, imaginemos que en la misma sociedad la llamada clase alta concentra el 60% de la riqueza. Si esto sucediese (como de hecho sucede en Europa) entonces por la manera en que funcionan los promedios descubriríamos que el 10% de las personas más adineradas de dicho país tendrían en promedio un patrimonio de 1.2 millones pesos. ¡Esto es un millón de pesos más que el promedio de la población. La riqueza en realidad continúa acumulándose más severamente mientras más alto subimos en la pirámide de población. De hecho el 1% de la población tendrá en realidad un patrimonio de 5 millones de pesos. 


Los números son devastadores y deberían de preocupar a todo ciudadano informado, pero no tienen por qué hacernos caer en la desesperación. Se podría estar peor y de hecho la mayoría de las sociedades que han existido en la historia lo han estado. Por ejemplo, hasta antes de la primera guerra mundial en Francia, el Reino Unido y Suecia, el 10% de la población concentraba un poco más del 90% de la riqueza. Una cifra sumamente dura.


Pese a los progresos, es importante recordar que todo avance histórico es frágil y que puede perderse si no se le da el cuidado necesario. En efecto, si concluyésemos este ensayo al leer el párrafo anterior, podríamos pensar que las cosas no van tan mal. Que seguramente la desigualdad ha estado reduciéndose de manera constante en los últimos cien años. Lamentablemente este sería un error. Si bien es cierto que la desigualdad en 1910 era mayor a la desigualdad de patrimonio en el 2010, también es cierto que la desigualdad de patrimonio en el 2010 fue mayor de lo que era en 1960. En los últimos 50 años se ha retrocedido un poco. Este es un hecho que no debe de ser menospreciado por ningún motivo. 


¿Por qué disminuyó la desigualdad en la primera mitad del siglo XX y empezó a aumentar en la segunda mitad? Las investigaciones de Piketty muestran que gran parte de la disminución de la desigualdad en las sociedades occidentales a lo largo del siglo XX se debió a una combinación de factores: a la alta tasa de crecimiento demográfico, al alto grado de crecimiento económico (lo que disminuyó el papel de la herencia) y al surgimiento de los gravámenes al capital y la herencia por parte del estado social. Sin embargo, desde los años 80’s del siglo pasado la desigualdad ha empezado a crecer en Europa y Estados Unidos debido principalmente a la disminución de la tasa de crecimiento poblacional (lo cual en sí es un hecho positivo, no hay ecosistema que aguante un crecimiento demográfico ilimitado), a la desaceleración del crecimiento económico en los países desarrollados y a la reducción de las tasas fiscales en buena parte del mundo. El aumento en la desigualdad en las últimas décadas ha sido lento pero constante, ha sido mucho más notable en EEUU y ha afectado sobre todo las oportunidades de las generaciones más jóvenes. Está tendencia puede observarse en la gráfica siguiente. 
Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2
¿Por qué un menor crecimiento económico favorece el crecimiento de la desigualdad? Sencillamente porque el capital posé una propiedad oscura que le permite reproducirse a sí mismo.  La gente rica puede comprar casas, terrenos, acciones de empresas y bonos de deuda pública que le conferirán en el futuro una renta mensual o anual por el simple hecho de tener propiedades. En una sociedad donde los rentistas ganan más que los trabajadores, es inevitable que la desigualdad se exacerbe. De hecho la situación se torna un tanto más preocupante cuando estudiamos el desarrollo de la participación en el ingreso del 10% más rico.
Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2

Se calcula que en lo que resta del siglo XXI el crecimiento económico mundial no será muy mayor al 1.5% anual.  Lo cual es una garantía de que, de no tomarse medidas políticas al respecto, la desigualdad seguirá aumentando en el futuro próximo. Quizá hasta recuperar los niveles previos al siglo XX.


            Durante el siglo XX el rápido crecimiento económico y demográfico propició una disminución en la importancia de la herencia y de la renta y privilegió el empoderamiento del ingreso debido al trabajo. Sin embargo, la vuelta del bajo crecimiento económico y demográfico y la disminución de las cargas fiscales han propiciado el retorno a un mundo donde la herencia está retomando la fuerza que tenía en las sociedades pasadas. El siguiente gráfico de Pikkety muestran cómo evolucionó la herencia en Francia a lo largo de los siglos XIX y XX y hace algunas estimaciones sobre su futuro desarrollo.

               ¿Estamos condenados a vivir en un mundo donde la herencia determinará casi por completo quien ostentará el poder económico? Sin duda una sociedad donde esté prohibida la herencia sería una píldora bastante difícil de digerir para la mayoría de las personas criadas en la mentalidad contemporánea. Pero es indudable que es necesario tomar medidas para evitar que el capital se siga reproduciendo en las manos de los más ricos. Piketty recomienda al final de su monumental obra la aplicación de un impuesto progresivo anual sobre el capital y uno más sobre las herencias y donaciones en vida de los padres a sus sucesores. Al ser progresivo, el impuesto se aplicaría con tasas bajas a aquellos patrimonios más pequeños, y tasas considerablemente altas (del orden del 80% o mayores) para las riquezas 1% de la población. 
Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2
El camino para conseguir tales regulaciones será áspero y duro, pero es difícil saber qué efectos tendrá una desigualdad pronunciada sobre las democracias liberales occidentales. Probablemente el surgimiento de la derecha radical en Europa, el triunfo del Brexit y el éxito de Donald Trump en EEUU tenga algo que ver con el aumento creciente de la desigualdad [1]. Es posible que si no hacemos algo por minar la importancia de la herencia económica, los progresos democráticos y liberales que se han conseguido en los últimos 200 años desaparezcan. 


Es importante sacar una lección de todo esto. Sí hoy la teoría del Derecho Divino nos parece una mala broma o un ejemplo de la exorbitante imaginación humana, lo cierto es que nada en nuestra naturaleza nos protege de creer semejantes barbaridades. Sí hoy la idea de que los gobernantes puedan heredar el poder político nos parece desagradable a la mayoría de nosotros, esto es una consecuencia del desarrollo histórico de nuestra civilización y no de algún cambio intrínseco en la naturaleza de la humanidad. Sí nos olvidamos de ello, corremos el riesgo de retomar prácticas que hoy en día consideramos barbáricas y creemos que hemos dejado atrás por completo. Quien sabe, tal vez las generaciones futuras al estudiar la historia de nuestros días verán nuestra creencia en la herencia del capital como una locura. De la misma manera en que nosotros juzgamos a los que defendían tan pasionalmente el derecho de los reyes a heredar su trono, su cetro y su corona.

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